martes, 21 de julio de 2009

Acercamiento al angustiante problema de la muerte

Introducción

Entre todas las experiencias negativas de fracaso y de límite ocupa un lugar central la situación límite de la muerte. No es un problema actual, pues podríamos decir que desde que el hombre tiene uso de razón o desde que empieza a desarrollar su conciencia, empieza a cuestionarse acerca de este gran misterio. Sin embargo, a pesar de esa indescifrable verdad, muchos han postulado que preocuparse de esto no tiene nada de importante. Sólo cuando nos toca vivir el problema personalmente, cuando está por morirse o cuando se muere un ser querido, tal vez el más estimado, es ahí donde de verdad podemos dar fe con certeza de que es una verdad que toca lo más profundo de nuestro ser. No queremos aceptar esta verdad y no nos queda otra cosa sino aceptarla, aunque descubramos que dicha pérdida es causada por la injusticia o intolerancia de otros; o aunque empecemos a reclamarle a Dios porqué permite eso pudiéndolo evitar.

Lo cierto es que mientras algunos se han preocupado por hacer entender que es una verdad natural y por la que todos tenemos que pasar, tales preocupaciones han quedado sólo en el vacío, puesto que lo que se ve en la realidad es la desesperación, la pérdida de sentido cuando ésta nos toca vivir, sea por la pérdida de un pariente cercano o por un amigo al que más amamos.

Si bien es cierto que todos somos concientes de que la muerte es una verdad por la que todos pasaremos sí y sólo sí, somos concientes también de que nadie podrá ni siquiera agregar un minuto de su vida para seguir viviendo y ver lo que en esta vida acontece. Que cuando a alguien le toca, haga lo que haga como en el caso de un enfermo de SIDA o de un Cáncer Terminal, lo único que hará si en algo logra alargar –la vida- es sólo alargar el dolor y el sufrimiento tanto del paciente como también de la familia y de todos los seres que los aman. Es cierto también que se trata de remediar el problema hablando a estas personas acerca de la inmortalidad, o la resurrección, o que nos espera una vida en donde nos encontraremos cara a cara con Dios y sólo entonces seremos verdaderamente felices, y que nuestro paso por el escenario de la vida terrenal es sólo un peregrinar hacia la vida futura. Tal vez son sólo alternativas de solución para remediar la herida sangrante causada por la noticia de que uno de nosotros partirá pronto, y que ya nunca más volveremos a verlo, al menos en esta vida.

Es mucho lo que puede causar semejante experiencia, por la que todos, en algún momento vamos a pasar, de todas maneras. Al parecer es una realidad concreta, pero parece que ni siquiera entendemos de qué se trata, o qué significa morir. Alguien dijo una vez que la muerte es positiva para el cristiano, por el hecho de que sólo entonces - cuando un familiar está a punto de morir o cuando ya ha muerto- es cuando la familia tiene la oportunidad de reunirse y de unir sus lazos familiares. Pero pensar de esa forma ¿es acaso cristiano? ¿Acaso Jesús no lloró, también, por la muerte de su amigo Lázaro? Pero nos dijo también, que, quien cree en Él no morirá para siempre. ¿Con qué autoridad se podría decir que la muerte de un ser querido es porque Dios así lo quiso, puesto que Dios mismo, en la persona de Jesucristo, nos ha dicho que Él no es un Dios de muertos sino de vivos? Pensando abarcar esa complejidad inevitable en la experiencia humana, desarrollaré este trabajo en las páginas siguientes, con el objetivo de poder apoyar a los fieles en su proceso de aceptación a la cercana muerte de un ser querido.

1.- Crisis de sentido debido a que se acerca la muerte de un ser querido

¿Por qué a mí? ¿Por qué Dios permite eso? ¿Por qué hay injusticia? ¿Yo qué malo hice para que eso me toque vivir? Esas y muchas otras preguntas son las que acompañan a ciertas personas cuando les toca vivir y asumir la verdad que de entre ellos hay un persona que más aman, pero que se le ha descubierto una enfermedad inevitablemente mortal. Es el caso de una señora que vive sola con su hijo de diez años. Cuando éste tenía seis años, el médico le detectó leucemia y se le predijo tres meses de vida. La señora entró en una depresión enorme. No sabía qué hacer. Además si quería operar a su hijo, el costo era de cinco mil soles y ella no tenía ese dinero para la intervención quirúrgica. Era una situación horrorosa, tremendamente angustiante.

La señora empezó a reclamarle a Dios sobre el por qué permitía que suceda eso con ella, siendo una mujer pobre y sobre todo porque eso sucedía con su pequeño hijo. La señora no sabía qué hacer. Así que salió de la oficina del médico y se fue a sollozar a la gruta de la Virgen que estaba a la entrada del Hospital. Ahí le decía a la virgen que si Dios es misericordioso por qué permitía eso, sobre todo en un niño inocente y en una mujer pobre. Sin embargo, pese a toda esa desconfianza del amor de Dios en ese momento desesperante, le decía a la Virgen en su interior que sólo ella y nadie más que ella podría entenderle lo que sentía por la horrible noticia sobre su pequeño hijo. Le decía que no hay palabras para descifrar semejante dolor, pero que sólo ella- la Virgen- que tuvo que vivir una experiencia semejante, podría entenderle. Y de hecho, Nadie más estaba en esa capacidad de entenderle como Ella. Dios no tenía sentido en ese momento. Dios se había olvidado de ella. Eso era lo que sentía.

Pero se sintió todavía más miserable, cuando se le acercó un sacerdote de cierta congregación, y al contarle la señora lo que le pasaba; éste, que había conocido a la señora años atrás como religiosa, le dijo que eso le sucedía porque se había negado al llamado y al proyecto de Dios. ¡Semejante imprudencia! Eso sólo le destrozó más el corazón. Se sintió culpable. Pensó que había traicionado al proyecto divino, creyendo que había abandonado el convento porque Dios quería que sea feliz desde una familia. Pero eso sólo la llevó a tener odio a Dios y a sentirse que ya no había lugar en el mundo para ella. Era capaz de gritar y reclamarle a Dios llena de ira ¿por qué? ¿Qué le ha hecho su hijo para que lo castigue de esa forma? ¿Por qué si la ha castigado por no perseverar en la vida religiosa no la castigó a ella y no en la vida de su hijo? A veces la falta de experiencia en algunos “pastores” respecto a situaciones como aquella, en vez de ayudar a que estas personas que están sufriendo por estas amargas experiencias, sólo pueden alarmar el caso y alejarlas más de Dios en vez de ayudarles a aceptar tal realidad con serenidad.

Por una parte reclamaba a Dios por qué la había castigado en su hijo, pero por otra su grandísimo lamento era que su único hijo podría acompañarla, ayudarla y que tal vez podría llegar a ser alguien que ayude a la sociedad. Era lo que más amaba. Su tesoro. Y Por qué Dios tenía que quitárselo. Lo curioso de esto que me llamó la atención, es, que, la señora recuperó su espíritu, totalmente lastimado por la noticia del médico y por la forma como le habló el sacerdote, mientras estaba llorando frente a Virgen; se le acercó un médico y al comentarle esta señora lo que a ella sucedía, éste médico le dijo que él no cree en Dios pero sí en la bondad de las personas. Que él va a operar a su hijo y que no le costará ningún sol. Era un médico cubano. Dijo que él hacía eso porque también sucedió con su hijo, y a pesar de ser médico nada pudo hacer por recuperarlo. Un no creyente le devolvió la fe.

Hoy, este niño aún vive después de esa operación. Y sigue con su tratamiento sólo con la bondad y la buena fe de las personas. Eso ahora es visto por señora como un gran prodigio de Dios, y que es en esa ayuda inesperada que le llega cuando se hace presente la divina providencia. Sabe que su pequeño hijo en cualquier momento puede morir, pero ahora ha aceptado esta realidad con tranquilidad y hasta el niño es conciente de lo que tiene y está también tan seguro de que cuando le llegue el momento de dejar a su madre, se irá y se encontrará con Dios y desde ahí la protegerá. Eso es lo que su madre le ha enseñado en estos cuatro años desde que se le detectó dicha enfermedad[1]. Fue eso lo que me motivó hacer un trabajo acerca de la muerte; y desde esa experiencia poder ayudar a otros casos similares que se presenten.

No es el único caso. Pero lo más difícil es, sobre todo, aceptar que es algo que se da y que a todos de alguna u otra manea tiene que llegarnos. Y no es un problema de ahora, el sentimiento de tristeza se ha producido en el hombre desde que éste tiene conciencia de sí, y ha empezado a considerar al otro como parte fundamental dentro de su vida y que es en el otro donde ha descubierto su capacidad de amar. De ahí que, al recibir una noticia sobre la cercana muerte de un ser querido, es común que el ser humano se sienta muy mal, sobre todo porque sabe que esta persona a quien quiere, lo dejará dentro de poco y ya no volverá a compartir con ella lo que en el escenario de esta vida acontece. La certeza de esa cercanía produce generalmente el sinsentido de la vida, pues sabe que esa amarga verdad es inevitable. Es una certeza que de todas maneras se cumplirá dentro de poco. Es la peor de las amenazas que la vida puede hacerle. Y cree que esta amenaza no debería existir, pues lo único que hace es estrujar el corazón y desconcertar la vida.

Si fuera posible huir de esta verdad todos darían lo necesario para conseguirlo; sin embargo, a la vida nadie la compra. Cuando a alguien se le llega esta hora, ya nada se podrá hacer. Lo único que hacen muchas personas para sobrellevar esta verdad, es dejarse “llevar por la disipación exterior: la investigación, la ciencia, las ocupaciones, las empresas, el frenesí de la vida, la exterioridad de vivir”[2]. Pero esa huída, ya sea en el trabajo, en la diversión u otras cosas, es sólo un intento de olvido por esa amenaza. Es no aceptar una verdad que de todas maneras tiene que tocarnos en la forma que sea. Y lo que nos angustia no es, tal vez, mi muerte o la de alguien no cercano. Lo que nos angustia enormemente es que eso suceda a las personas que más amamos y que nos hace sufrir. Tal vez el dolor causado y la pérdida de sentido respecto a esto, es que esa persona a quien tanto amamos se irá y con ella nuestro amor; de tal manera que será difícil volver a amar como a esa persona. Además cada persona es única.

Lo que está en juego, entonces, es también, el amor a la otra persona; y que sin entender las razones, lo que sentimos es que “en la persona amada la muerte me hiere a mí mismo, ya que el sentido de mi existencia está radicalmente ligado a la persona amada. Allí la muerte irrumpe concretamente como amenaza del amor e hipoteca el sentido mismo de la existencia”[3]. Esa verdad angustia a la persona y le inunda de interrogantes a las que no encontrará respuesta alguna. Todo terminará en el absurdo. Y al no encontrar razones porqué tiene que suceder eso, hasta se ha llegado al extremo de permitirse “el derecho al suicidio” con la certeza de que sólo de esa forma podrían continuar juntos. Es que toca lo más profundo que hay en el hombre: el problema del amor y del sentido último de la vida mediante esta capacidad. Estas personas creen que sólo junto a esa persona que más aman su vida cobra sentido.

Es el caso de un joven, que, al enterarse que su novia había muerto, fue y junto a su cadáver se dio un disparo. Nadie lo pudo detener, pues él estaba convencido de que su vida sin ella no tenía sentido vivirla; ya que sólo estando junto a ella podría ser feliz y ya no había esperanza de felicidad y por tanto ya no tenía razón seguir viviendo[4]. Es un caso parecido al de Shakespeare en Romeo y Julieta. Pero mientras que algunos optaron por eso, frente a esa amarga verdad, otros, “no habiendo podido encontrar remedio a la muerte, a la miseria, a la ignorancia, […], para ser felices, han tomado la decisión de no pensar en ello”[5]. Es la experiencia indescifrable del hombre. Empieza a buscar razones, pero con lo único que se encuentra es sólo con el absurdo. Y eso es una verdad que lo hace temblar, que lo mata en vida, haciéndolo incluso aferrarse al suicidio coma alternativa de solución a semejante sufrimiento. Es un problema que sólo conduce a un problema mayor si no hay una adecuada preparación para aceptar tal verdad. Desde ese sentido hablaremos a continuación, sobre esa problemática suscitada por la fobia y el terror a la experiencia de la muerte.

2.- Problemática acerca de la muerte

Como ya hemos visto anteriormente, el problema de la muerte es demasiado misterioso y absurdo para el hombre. Después de haber analizado esos dos hechos ocurridos en momentos desesperados debido a la noticia de la cercana partida de un ser querido o cuándo esta persona ya ha muerto; eso ha suscitado en mí una larga reflexión. He podido contemplar que frente a esa verdad, el ser humano puede llegar a la angustia e incluso a la desesperación.

Pero este problema no sólo se ha limitado a esa angustia debido a que el ser más amado ya no estará con nosotros, sino también, puesto que se va, muchos se han preguntado: ¿Ubi mortes sunt? o ¿Dónde están los que no están aquí, pero que una vez estuvieron con nosotros?, ¿Qué hay más allá de la vida? Estas personas viven en una náusea, en una angustia, y creen que la vida termina con la muerte. Sin embargo, vivir así es estar engañados por una realidad que desconocemos; y pensar de esa manera “es creer ser sabio sin serlo […]. Es creer que uno sabe lo que no sabe. Pues nadie conoce la muerte, ni siquiera si es, precisamente, el mayor de todos los bienes para el hombre, pero la temen como si supieran con certeza que es el mayor de los males”[6].

Lo cierto es que, cuando muere un ser querido es triste y doloroso. De hecho que como humanos tenemos sentimientos y esos sentimientos nos mueven a sufrir por el ser amado fallecido. No aceptamos a la muerte cuando ésta llega. No nos ponemos a pensar que es una realidad por la cual todos tenemos que pasar y ningún viviente corruptible podrá escapar. Nadie que pasa por el escenario de la vida permanece en esa escena para siempre, sino que es sólo un pasar, un recorrido hacia la otra vida y aquí cabe el pensamiento de Heráclito: “panta rei”, porque la muerte es un paso, un cambio de la vida sensible a una vida suprasensible. Pensamos en la fugacidad de la vida, pero parece que lo que no queremos es dejar nuestra “felicidad”, que sin duda resulta ser falsa porque la confundimos con las satisfacciones terrenas entre ellas como: los placeres, la fama o la riqueza, etc. En realidad, creer que ahí está la felicidad es engañarnos a nosotros mismos, porque como hombres racionales, la mayor felicidad y la más excelsa debe estar en empeñarnos en vivir bien en la práctica de las virtudes, sobre todo de la caridad y la justicia que poco brillan en nuestros tiempos. Eso es lo que le corresponde hacer a un hombre verdaderamente humano y sobre todo cristiano.

De todas maneras es una verdad inevitable. Ya desde que nacemos estamos en camino hacia la muerte. En ese sentido podríamos decir que “la existencia humana puede definirse esencialmente como Sein-zum-Tode, ser-para-la-muerte, estar abocado a la muerte”[7]. Ese problema, por su complejidad está muy arraigado al problema de la angustia, puesto que ésta “se refiere al total ocaso del ser, y por tanto a la pérdida total de mi existencia”[8]. Pero también nos damos cuenta que resulta ser igualitaria para todos. Nadie ni nada podrá detenerla cuando a alguien llega, y muchas veces preferimos no pensar en ella buscando toda clase de distracciones. No sabemos qué pasará después de ella; sin embargo, nos angustiamos tanto y le tenemos tanto miedo como si supiéramos de qué se trata. ¿Por qué, mejor, en vez de angustiarnos por cosas que desconocemos no nos preocupamos por tener una vida digna y la vivimos plenamente mientras aún tenemos la oportunidad de tener a quienes más amamos? Además, ¿para qué desear una larga vida si lo único que se hace es alargar el sufrimiento?

Nadie puede morir en lugar de otro; y el que muere, muere solo y en una completa soledad. De ahí que la muerte se haya convertido en el enigma más grande del hombre, y éste ya ni siquiera quiere pensar en ella. Es que, frente a tal realidad, el ser humano se siente nada, puesto que aunque tenga todo el tesoro del mundo ni siquiera podrá alargar un minuto a su vida cuando la hora ya se le ha llegado. Pero también está el problema de que ésta llega en el momento inesperado, como un ladrón como dice el Evangelio. Y eso es lo que más angustia causa en el hombre, puesto que siempre estará expuesto a la inseguridad de la vida y todo lo que puede hacer es “esperarse el hecho de tener que morir, pero no puede de ninguna manera esperar la muerte”[9]. La muerte llega y no respeta la libertad de querer seguir viviendo, ni le importa el sufrimiento de quienes sienten esta pérdida irreparable. Es una verdad que simplemente se impone.

Somos concientes de eso. Sabemos que vamos a morir y preferimos no pensar en ese momento, puesto que, aunque no queramos aceptarla; aunque luchemos por seguir viviendo, al final quien resultará vencedora es la muerte. Esto es como una llamada de atención para que no nos angustiemos demasiado cuando nos toca pasar por esta verdad, puesto que es una realidad por la que todos vamos de pasar sí y sólo sí. En vez de angustiarnos por esta inevitable verdad, debemos preocuparnos por vivir cada momento plenamente, como si fuera la última oportunidad que tenemos para hacerlo; aunque algunos digan que, “si tenemos que morir, nuestra vida no tiene sentido, ya que sus problemas no reciben ninguna solución y sigue sin determinarse el significado mismo de los problemas”[10]. Sólo queda vivir con pasión el presente, puesto que, no existe mañana ni pasado; pues la muerte tiene el poder de destruir todas las ilusiones del hombre. Además, el tiempo es demasiado breve y debemos aprovecharlo lo máximo. Eso no implica la búsqueda de los placeres, sino la búsqueda de sentido mediante acciones dignas por amor a nuestros prójimos.

Es propio de nuestra condición la fobia a la muerte, puesto que somos concientes que de esta vida nos iremos para siempre. Antes que aceptarla se convierte en una verdad lamentable que nos aflige con la terrible pregunta sin respuesta: “¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?”[11]. Es una verdad que nos quita los ánimos de todo. Por eso que para muchos es mejor no pensarlo, olvidarnos de esa parte constitutiva de nuestra naturaleza y aferrarnos sólo al presente. Tal vez es una salida, sobre todo para muchos jóvenes que aún no se preocupan de eso, sólo por el hecho de ser jóvenes. Sin embargo, en una entrevista abierta por red sobre qué opinan sobre la muerte, si tienen o no miedo a esta verdad, si les asusta o no hablar de esta verdad, como respuesta he recibido muchos mensajes diciendo que la muerte como tal no les asusta, ni tampoco le tienen miedo; pero lo que a sí temen es que tenga que irse el ser a quien más se ama, sobre todo porque ya nunca volverán a verlo.

Es innegable la realidad profundamente trágica causada por la muerte, ya que, cuando en ella se piensa, se toca el sentido más hondo de la existencia humana y la posibilidad de una verdadera libertad. Es una verdad inevitable y absurda a la vez, puesto que, aunque busquemos algún remedio para aliviar el dolor causado por la noticia de que el ser amado se irá dentro de poco, lo único que tenemos que hacer es aprender a tener el coraje de resistir y aceptarla, pese al profundísimo dolor que nos causa. Aunque muchas veces, el ser humano a preferido huir de esta experiencia de sufrimiento refugiándose en efímeros momentos dionisíacos. “Al no poder curar sus heridas y al carecer de fuerza para enfrentarse con riesgos y las desilusiones, […] intenta dejar de ver los males, olvidarlos lo antes posible”[12]. Y da la impresión de que, si la pérdida de un ser querido es causa de dolor y sufrimiento inevitables, entonces, “para no tener demasiado dolor, [por los seres queridos que se irán] el hombre, se procura no amar, no esperar, no luchar, no ligarse a nada ni a nadie”[13]. En ese sentido, como dice Kierkegaard, “la mayoría de los hombres no ha aprendido a temblar, y de esta manera no le importa nada, absolutamente nada, todo lo que en ese orden les pueda acontecer”[14].

Pero el tema de muerte también implica el problema del mal. Se entiende en ese sentido a la muerte como consecuencia del mal. Y justamente es ésta la causa de las experiencias del sufrimiento, de la frustración y del fracaso que azotan al hombre. No hay respuestas categóricas para poder justificar esa amarga experiencia; sin embargo, mientras exista el mal en el mundo, mientras haya personas que destruyen a otras, mientras haya insensibilidad por parte de algunos, no nos queda otra cosa sino tener el coraje de resistir. Respecto al problema hablaremos a continuación, con el fin de aclarar lo que el mal significa, o qué implicancias o consecuencias trae en el ser humano que siempre anhela vivir en paz y disfrutar del Reino que está entre nosotros como lo dijo Jesús.

3.- El problema del mal en el mundo

“El niño no sabe lo que es horrible, el hombre lo sabe y tiembla ante ello”[15]. Son las palabras de Kierkegaard, y evidentemente, el niño no sabe lo que es horrible; sin embargo, todos tenemos la experiencia de que en el momento que nacemos todos lloramos. Tal vez un niño no sea conciente de su lloro; sin embargo, es la verdad que ese lloro es la experiencia de lamento y que no le queda sino otra cosa que aprender a vivir todas las amarguras y dulzuras que se experimentan en la corta escena de la vida, y aprender a aceptar todo lo que en esta vida acontece. Además, por experiencia sabemos que lloramos sólo cuándo estamos pasando por alguna experiencia desagradable de la vida. Y aunque sabemos también, que muchas veces, esas heridas que llevamos jamás serán sanadas totalmente, o que la pérdida de un ser querido será irreparable. Frente a eso, lo único que hacemos es llorar, dejar correr nuestras lágrimas aunque algunos pretendan dar ánimos diciendo que llorar no traerá solución alguna.

Esa experiencia del mal en el hombre, trae como consecuencia la frustración y la desesperación, debido a que se ve en una situación totalmente desagradable y absurda. No encuentra respuestas, y aunque las encuentre no podrá salvarse del sufrimiento y el atropello causados por el mal. Pues siempre tropezará con obstáculos que le impiden vivir en paz y felicidad. Siempre será presa del fracaso, de la violencia y de todo lo que el mal significa. La preguntas ¿Por qué?, ¿Para qué?, quedarán siempre en el absurdo. De ahí que la única respuesta será sólo aprender a vivir y a aceptar esa experiencia. Además nadie es perfecto en esta vida y nuestra condición de humanos siempre estará expuesta a esa experiencia. Somos humanos, demasiado humanos que incluso preferiríamos dejar de serlo si de eso se tratara. Pero no nos queda sino aceptar nuestra contingencia.

La experiencia del mal, no es una verdad que sólo el cristianismo la ha reflexionado en su profundidad, el problema ha sido tratado en todas las regiones y en todos esos credos se “encuentra que el sufrimiento supone un desafío para todos, y todos los pueblos, […] y formas de pensamiento han tratado de dar una respuesta”[16]. Sin embargo, lo único que se ha aprendido es aceptar esa inevitable verdad; y aunque no queramos aceptarla, siempre terminará imponiéndose a nosotros. De ahí que para “el creyente […] el mal y el sufrimiento hay que enfrentarlo con Dios”[17]; mientras que otros, al no poder comprender tal realidad, horrorosamente han ofendido a Dios con blasfemos atributos. Es el caso de E. Sábado, (cita del padre Gregorio) que al reflexionar sobre el problema, dijo las siguientes afirmaciones acerca de Dios:

“1. Dios nos existe. 2. Dios existe y es un canalla. 3. Dios existe, pero a veces duerme: sus pesadillas son nuestra existencia. 4. Dios existe pero tiene accesos de locura, estos accesos son nuestra existencia. 5. Dios no es omnipotente, no puede estar en todas partes. A veces está ausente; ¿en otros mundos?; ¿en otras cosas? 6. Dios es un pobre diablo, con un problema demasiado delicado para sus fuerzas. Lucha con la materia como una artista con su obra. Algunas veces, en algún momento, logra ser Goya, pero generalmente un desastre. 7. Dios fue derrotado antes de la Historia por el Príncipe de las Tinieblas. Y derrotado, convertido en presunto diablo, es doblemente desprestigiado, puesto que se le atribuye este universo calamitoso”[18].

Incluso a eso se puede llegar. Es un reclamo que no tiene sentido, un reclamo absurdo. Es cierto que hay millones de seres humanos que sufren de tantos males que inevitablemente desembocan en la muerte; entre esos males el hambre, la violencia, enfermedades incurables como el SIDA o el Cáncer, etc. Pero Dios no es la causa eficiente de tales problemas maléficos, pues Él siempre querrá lo mejor para el hombre. Él querrá siempre la felicidad de aquel a quien creó a su imagen y semejanza; pero también siempre respetará nuestra libertad. He aquí la responsabilidad del hombre. Puesto que no es perfecto, sus acciones no siempre serán las mejores. Esa evolución y progreso que se procura, siempre traerá como consecuencia una cuota de sufrimiento. Al ser de naturaleza imperfecta y puesto que no es un ser acabado sino que siempre se está haciendo, ese hacerse cada día, no siempre tendrá un buen fin. Además, es una causa libre, no natural y no siempre actuará de la misma manera.

Pero lo cierto es, también, que vivimos en una sociedad desigual. Hay ciertos grupos, instituciones adineradas que cada vez se hacen más ricos, no sin la explotación y el sufrimiento de tantos de nuestros semejantes que se encuentran en condiciones infrahumanas de vida. Y “ante este mal, ante la muerte, [estos hermanos nuestros] en lo más profundo de sí, claman justicia”[19] y su voz es oída pero no escuchada. Es una verdad tan lacerante; sin embargo, a pesar de eso hay que aprender a vivir. Hasta el mismo Jesucristo tuvo que vivir esa experiencia. Pero esa verdad de Jesús no nos tiene que hacer actuar pasivamente, antes bien, ese coraje de resistir de Jesús nos tiene que inspirar a luchar acérrimamente para disminuir el mal y las condiciones de injustita que se viven y que inevitablemente desembocan en la muerte. Hablaremos a continuación de la experiencia del mal en Jesús.

4.- La crueldad contra Jesús

El caso de Jesús el Cristo, todos sabemos y estamos convencidos de que a nadie hizo mal alguno. Que es el hombre más puro que haya existido en la historia de la humanidad; sin embargo, fue convertido en “una víctima: la mayor victima (o la más inocente) de la historia humana”[20]. E incluso fue condenado a morir y de la forma más horrorosa que en la historia haya existido. ¿Es que acaso nuestro Dios es un Dios masoquista que le encantaba hacer sufrir a su Hijo? Pero es Dios mismo el que sufre en la persona de su Hijo. Es Dios quien en Jesucristo sufre con paciencia, se angustia y muere. Es Dios quien se solidariza con nosotros, aunque parezca contradictoria la tradicional visión de los inmutables atributos divinos como la impasibilidad y la eternidad.

Como nos revela el Evangelio, esa experiencia horrenda de Jesús, al saber que se acercaba el momento más trágico de su vida, cuando estaba en el huerto de Getsemaní, en las vísperas de su muerte, experimentó el terremoto de su vida. Incluso le pidió al padre diciéndole: “Padre, si quieres aparta de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”[21]. El Evangelio dice que entró en una angustia de muerte hasta tal punto que empezó a sudar a chorros, cuyas gotas de sudor convertidas en sangre, caían hasta el suelo. Dios mismo, en ese momento se angustia y desespera. Pues era conciente de aquello que se le acercaba. Los ángeles vinieron a darle ánimo, pero ¿era suficiente eso? Sin embargo; después de tal acontecimiento se tranquiliza y acepta todo aquello que se le viene.

Llegó entonces la noche oscura, demasiado oscura para Jesús. Las tinieblas del mal empiezan a brillar, y la luz del amor y de la misericordia llega a su ocaso. Jesús es arrestado, azotado, escupido, burlado, apuñeteado. Uno de sus amigos lo ha traicionado, otro lo niega y todos los demás se esconden por el momento. Carga con la pesada cruz cuesta arriba, pese a lo deteriorado que estaba su cuerpo debido a la golpiza. Sólo algunas mujeres lloraban por Él, pero nada podían hacer. Y su madre, con un dolor superlativo sufría al ver el dramático espectáculo que los criminales hacían con su hijo. ¿Es que Dios Padre se negó ayudar a su Hijo amado, a su único Hijo? Ese silencio de Dios ante el sufrimiento de su Hijo parece inaceptable. Pareciera que fuera un Dios indiferente, que no escucha las plegarias ni los sollozos de aquellos que sufren acérrimamente, como la súplica de su Hijo: Dios mío, Dios mío por qué me has abandonado. De ahí que, tal vez estemos de acuerdo con aquel que le dijo al padre Jesuita en La peste: “Lo que yo odio es la muerte y el mal, usted sabe muy bien. Y lo quiera o no, estamos juntos para sufrirlo y combatirlo”[22].

Cristo, como Dios-hombre, aparentemente ha fracaso respecto al mal y a la muerte, con lo cual estas lacerantes verdades seguirán haciendo estragos en el mundo. Sin embargo, su muerte es el resultado de su protesta a favor de la vida, es una protesta a favor de la justicia. “En ese sentido, la muerte misma es una acto de protesta de Dios contra la injusticia y un acto de defensa de la víctimas. Dios mismo es víctima, hace suya la causa de las víctimas y levanta la voz contra los verdugos”[23]. Siempre estará en contra del mal. Sobre esto hablaremos en el apartado siguiente.

5.- Insurrección de Dios contra el mal y su acompañamiento al hombre

Dios siempre estará a favor de la vida. Sus manifestaciones relatadas en la Biblia son siempre a favor del bien y en contra del mal. Por eso que Pablo dirá que “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia”[24]. Dios siempre querrá la vida, y la vida en abundancia, pero esa vida nosotros la elegimos. Dios nos la ofrece y nosotros decidimos, puesto que también tenemos la libertad. Y para quienes creemos en él nos ofrece incluso la vida eterna.

Tal vez la presencia de Dios no es evidente para el no creyente; sin embargo, para el que verdaderamente cree, Dios se ha solidarizado en la persona de su Hijo con el dolor y el sufrimiento humanos. Pues su muerte misma es un signo de protesta en contra de estas lacerantes verdades presentes en la experiencia humana. “Él mismo se solidariza en su Hijo con todos los que sufren”[25]. “Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras debilidades”[26]. Es cierto que el mal y la muerte son verdades demasiado hirientes para el ser humano, pero ahí justamente, “en su horror, nos permiten reconocer a Dios como su opositor radical, siempre a nuestro lado, sufriendo con nosotros y apoyándonos con todos los medios de su amor, hasta la prueba suprema de consentir que le maten a su Hijo”[27].

Muchos le reclaman a Dios que por qué no se hace presente en forma categórica a favor del bien y de la vida. Quieren que Dios en persona venga y como un guerrero empiece a combatir el mal en el mundo y todo aquello que causa sufrimiento en el hombre. Le reclaman por qué consiente la maldad. Sin embargo, “ninguna razón de ningún tipo puede justificar”[28] si puede o no evitarlo. Lo cierto es, que, “si pudiera” lo evitaría. Además, hay que tener en cuenta que, el mundo ha sido creado imperfecto y como tal siempre tendrá sus imperfecciones. Y Dios antes que la nada prefiere el ser como dijo Escoto. Dios no puede hacer algo absurdo como sería absurdo que pueda “hacer un círculo cuadrado”[29]. Aunque sea inaceptable debemos aprobar que Dios “no puede” hacer algo absurdo, y como tal “no puede” evitar el mal. Ese “no puede” indica simplemente que el supuesto de que lo evite es absurdo, pues un mundo sin mal es palabrería sin sentido, círculo cuadrado”[30]. Además, este mundo es finito y contingente. Y si esa es su verdad, “tiene, por fuerza, las puertas y ventanas abiertas a la irrupción, de la disfunción y de la tragedia”[31]. Pero Dios no quiere el mal, lo único que quiere es la felicidad del hombre y que tenga vida en abundancia.

Lo cierto es que, a pesar de todo lo que el ser humano ha sida capaz de hacer en contra de la misma humanidad, Dios siempre se ha mostrado como liberador. Ejemplo de esta preocupación suya a favor de aquellos que sufren, es el acontecimiento de la salida del pueblo de Israel de Egipto. Pero también se manifestó por medio de los profetas con un carácter de protesta contra la injusticia. Dios siempre se ha puesto al lado del que sufre. En ese sentido, “quien sufre no está al otro lado de Dios, sino con Dios; o mejor, Dios está con él, identificado con su dolor y con su trabajo, apoyándolo frente al mal que lo envuelve: mi Dios es mi fuerza (Is 59,5); mirad el señor viene en mi ayuda: ¿quién me condenará (Is 59,9)”[32]. Dios siempre se ha revelado como un Dios en contra del mal. Sólo quiere la conversión del pecador, pero que se convierta y viva. Yo tampoco te condeno le dijo a aquella mujer que iba a ser apedreada. Pues el fin de su lucha contra el mal, es llevar al hombre a la plenitud final para la que fue creado. Respecto a esto profundizaremos un poco más en el siguiente y último apartado.

6.- La muerte, encuentro con Dios

Al parecer, es la experiencia del mal y de la muerte quienes salen ganando en esta lucha; sin embargo, tenemos fe en que hay un proyecto de Dios para el hombre. El proyecto de la resurrección. Sabemos que la ruina es inevitable, pero lo único que nos salva es nuestra fe en la resurrección. Esa es la posibilidad que no salva, pero lo que importa aquí, “es que el hombre quiera creer que para Dios todo lo es posible”[33] en el ámbito lógico, ya que de lo contrario le sería posible también hacer un círculo cuadrado, pero eso es absurdo, contradictorio; pues Dios no puede ser contradictorio, ya que si lo fuera dejaría de ser Dios. Es imposible que sea Dios y no sea Dios.

A lo que queremos llegar, es, por tanto, que si bien es cierto que en esta vida las experiencias del mal y de la muerte siempre azotarán nuestra flaqueza, tenemos la esperanza de que un día vivamos para siempre y ya no habrá sufrimiento alguno. Es que nuestra vida no termina, se transforma. De ahí que para el cristiano, la muerte resulta ser una ganancia, ya que en la vida futura disfrutará de la gloria y de la felicidad eternas junto a Dios.

Frente a esa realidad, lo único que nos queda es tener fe en lo que creemos y asumir con tranquilidad lo desagradable que en esta vida acontece. Es cierto que la muerte de un ser querido o de uno mismo nos sorprenderá en el momento menos pensado, como si fuera un ladrón. Esa es la razón por la que tantas personas no pueden vivir en paz. Pero pese a eso, hay que tener en cuenta que, también es cierto de que muchos de los casos en los cuales ha triunfado la muerte son el resultado de la injusticia e irresponsabilidad de algunos hombres, dando origen de ese modo a una muerte antinatural. Quizá eso es lo que más aqueja a mucha gente, porque no se entiende esta realidad. Es un misterio. Y el dilema que se les presenta es que por un lado existe Dios, de quien se dice que es misericordioso; y por otro lado el mal o la injusticia; y se preguntan: ¿cómo es posible que exista el mal, la injusticia o el sufrimiento en el mundo si Dios existe?
No todos han aprendido a llevar con paciencia estas amargas experiencias. De hecho, no es fácil, pero como cristianos debemos aprender a afrontar con paciencia esta inevitable verdad de nuestra vida. Nuestra fe en la resurrección y en el encuentro con Dios debe liberarnos de ese lacerante sufrimiento. Debemos aprender a decir con San Pablo: “para mí la vida es Cristo y morir es una ganancia”[34]. Y como San Francisco de Asís, que no sólo no tuvo miedo a la muerte sino que incluso la llamó hermana. Ojalá algún día tomemos conciencia de esta nuestra inevitable realidad y en vez de angustiarnos y dirigirnos a Dios con ofensivos reclamos acerca del por qué lo permite, aprendamos a decir como San Francisco de Asís: bienvenida sea mi hermana la muerte corporal, de quien ningún viviente escapa de su persecución…Y aprendamos de que “creer desde la experiencia del mal, es creer desde la esperanza de una victoria sobre el mal”[35] y que creer desde la cruz implica también creer desde la resurrección, pero también alienarse contra toda forma de crucifixión, y con la firme esperanza del encuentro definitivo con Dios.

[1] Historia contada por la misma madre del niño. El niño (Luigi) compartió unas semanas con los frailes en la parroquia Santa María de Jesús, Comas; y en agosto, mediante una ceremonia se le entregó el hábito franciscano, pero como seglar Hoy sigue con su tratamiento médico, pero está recibiendo apoyo de una comunidad evangélica para su sustento en las medicinas y en la comida. Sólo un milagro de Dios podría liberarlo de ese mal.
[2] GEVAERT, Joseph. El problema del hombre. Ediciones Sígueme. Salamanca, 1997, p. 297.
[3] Ibíd., p. 298
[4] Es una historia real que sucedió en Tacna hace dos años.
[5] GEVAERT, op. cit., p. 297. Es una cita tomada de B. Pascal, Pensées, ed. Brunschvicg, n. 168.
[6] De la Apología de Sócrates 29ª, Pág. 167.
[7] GEVAERT, op. cit., p. 300. Es una cita tomada de El ser y el tiempo, p. 256.
[8] Ibíd.
[9] Ibíd., 302.
[10] Ibíd., Cita tomada de L’etre et le néant, 617.
[11] GONZÁLES FAUS José Ignacio. AL TERCER DÍA RESUCITÓ DE ENTRE LOS MUERTOS. Pág. 58.
[12] GEVAERT, op. cit., p. 292.
[13] Ibíd.
[14] KIERKEGAARD, Soren. La enfermedad mortal o De la desesperación y el pecado. Ed. SARPE, S. A., 1948, p. 93.
[15] Ibíd., p. 30.
[16] PEREZ DE GUEREÑU, Gregorio. Dios Creador y santificador. Lima, 2005, p. 105
[17] Ibíd., p. 106
[18] Ibíd., p. 109.
[19] TAMAYO, J. José. LA CRISIS DE DIOS HOY. Ed. Verbo Divino, Pamplona, 1997, p. 115. Citando a Albert Camus.
[20] GONZÁLES FAUS, Jasé Ignacio. AL TERCER DÍA RESUCITÍ DE ENTRE LOS MUERTOS. p. 50
[21] Cf. Lucas 22, 42-43.
[22] TAMAYO, op. cit., p. 111. Citando a Albert Camus.
[23] Ibíd.
[24] Cf. Rom 5, 20
[25] PEREZ DE GUEREÑU, op. cit., p. 114.
[26] Ibíd. Texto bíblico no citado por el autor.
[27] TORRES QUEIRUGA, Andrés. Creo en Dios Padre. SAL TERRAE, Santander 4ª ed., p. 111.
[28] Ibíd., p. 117.
[29] Ibíd., p. 120.
[30] Ibíd., p. 121.
[31] Ibíd., p. 124.
[32] Ibíd., p. 134.
[33] KIERKEGAARD, op. cit., p. 30.
[34] Cf. Carta a los Filipenses 1, 21.
[35] PEREZ DE GUEREÑU, op. cit., p. 115.

lunes, 20 de julio de 2009

Sobre la Doctrna social de la Iglesia

El título de “doctrina social de la Iglesia” se refiere a las enseñanzas de la Iglesia del cómo el cristiano católico debe actuar frente a los problemas sociales. Esta doctrina es aprobada oficialmente por los papas, concretamente desde León XIII, con su encíclica Rerum novarum (1891) hasta Juan Pablo II, con la Centesimus annus (1991). Esta tradición de la doctrina de compromiso social tiene su fundamento en la Sagrada Escritura, en la tradición de los profetas, pero sobre todo en Jesús con su anuncio del Reino de Dios. Y esto le traerá como consecuencia para su persona las barbaries judías, inclusive su muerte.

Después, los apóstoles anuncian la muerte y resurrección de Jesús, pero sin descuidar su mensaje central: la conversión, “el amor fraterno, la justicia, la liberación efectiva de la codicia de riquezas, el reparto de los propios bienes, la comunidad de corazones, la igualdad y fraternidad”[1]. Sin embargo, al no cumplirse las expectativas evangélicas de los apóstoles, el mensaje del Reino fue quedando en la sombra. Pero esto responde a la condición de la Iglesia, en sus inicios dominada por los ricos.

Ya después, con la paz constantiniana, podemos ver que la favoreció en cuanto a que se pudo anunciar el evangelio abiertamente, pero que hace mucho daño a la Iglesia en cuanto a que se establece un conformismo excesivo en la jerarquía eclesiástica. Este “matrimonio” con el Estado trajo consecuencias nefastas para la Iglesia, sobre todo a la hora de anunciar el mensaje evangélico y la doctrina social con un espíritu profético. Sin embargo, habrán personajes como Basilio el Magno, Gregorio de Nisa, Ambrosio de Milán y Juan Crisóstomo, para quienes “la voluntad de de Dios es que los bienes materiales estén repartidos entre todos”[2], puesto que Dios ha hecho la tierra para todos. Por tanto, es injusta su desigual distribución de la riqueza. Lo que reclamaban estos padres era una justicia social solidaria y la humanidad de las personas.

Esta tradición sobre distribución de los bienes con justicia es transmitida por los padres y llega hasta los medievales a través de las Etimologías de Isidoro de Sevilla. Pero esto a los medievales les trajo problemas, puesto que en dicha época estaba de “moda” la propiedad feudal. Inclusive la situación de la propiedad privada se fundamentaba desde la “naturaleza y el derecho natural”. Así se hablaba entre los medievales, pero Tomás de Aquino modificará esta posición, ya que según él, “la comunidad de bienes es de derecho natural”[3]. Y en ese sentido el derecho natural no establece la propiedad privada. Sin embargo, si se trata de ver desde la licitud, sí se considera lícito que el hombre tenga propiedades, pero Tomás dirá que el “hombre no debe tener las cosas externas como propias, sino como comunes: esto es, de manera que fácilmente cada uno ponga a disposición las cosas según la necesidad de los demás”[4]. Esta posición se mantiene hasta la época moderna, pero también aquella que defiende la propiedad privada como un derecho humano.

Toda esa doctrina se vino insistiendo desde los primeros padres, sin embargo, durante el capitalismo (s. XVIII y XIX) la Iglesia ignoró la explotación del proletariado y la injustita social que había a favor del progreso económico. Lo cuestionante es que los moralistas ni siquiera se manifestaban por el salario justo. Sólo alguno que otro, como Marres (1889) que se atreve a hablar de salario familiar, pero no como exigencia de justicia. Durante el s. XIX en Francia levantará su voz Lamennais, pero en Roma el pontífice, Gregorio XVI había desatendido el problema. Lo que sí se hizo fue pronunciarse en contra del socialismo. Esto lo hizo León XIII, al decir en su encíclica Quot apostolici muneris (1878) que la Iglesia reconoce “en la posesión de los bienes la desigualdad entre los hombres, debida a fuerzas físicas y aptitudes de ingenio naturalmente diversas, y quiere que el derecho ala propiedad y dominio, que deriva de la misma naturaleza, quede intacto e inviolado para todos”[5]. Pero lo cierto de todo esto era que el Vaticano buscaba proteger sus propios intereses y de esa forma “se negaba a cualquier crítica seria de las estructuras del capitalismo y del latifundio imperantes”[6]. Lo único que sugería era la limosna y el consuelo religioso. Lo que no sería bien visto si lo evaluamos desde la cosmovisión del evangelio.

Tal vez no habían caído en la cuenta de que los católicos tienen la misma libertad y la misma responsabilidad personal que los no católicos en sus opciones sociales y políticas, y en su compromiso histórico. Tal vez el peor de los errores fue que todos (o casi todos) los católicos tenían la idea de que el papa tenía la última razón y que había que obedecerle aunque se decrete doctrinas que no favorezcan la dignidad de las personas. Tal vez puede haber razón en ciertos aspectos, pero no en aquellos cuyas pronunciaciones en vez de liberar a las personas las mantiene sumisas frente a la crueldad y la opresión de los poderosos. Si hubo que hablar con la verdad del evangelio se debía proceder con la misma, ya que “la verdad os hará libres”. Se hablaba también de una ley moral natural, sin embargo, hay que tener en cuenta que esta ley no es revelada, “sino que se manifiesta en lo hondo de la conciencia y es una voz de Dios que resuena llegado el caso a los oídos del hombre, y éste tiene que buscar la verdad para resolver verdaderamente tantos problemas morales como se plantean tanto en la vida de los individuos como en la comunidad social (GS 16)”[7].

Recién en 1891, podemos decir que el pontífice, específicamente León XIII, demuestra ya algo de compromiso social en su encíclica Rerum novarum. Sin embargo, pierde mérito por el hecho de que se proclama con un tiempo de retraso respecto al Manifiesto comunista. Uno de los puntos en los que insiste la encíclica es de que “la propiedad privada es un derecho natural que el hombre tiene por ser inteligente, capaz de previsión y providencia respecto al futuro”[8]. Como vemos, esta doctrina no es sino una contestación a la doctrina de Marx y de Engels. Tal vez, el error está en que se sigue interpretando la “tradicional” postura según la cual se afirma el dominio del hombre sobre las cosas, sean éstas sociales o individuales, siempre a favor de la propiedad privada.

Sin embargo, si tenemos que ver en qué es importante dicha encíclica, y en qué favoreció a los desfavorecidos, podemos atinar que fue la exigencia del “salario suficiente para la sustentación de un obrero (que debe ser personal y necesario) y la proclamación del derecho de los obreros a la libertad de asociación (para organizar sindicatos), que incluye la autonomía de las mismas”[9]. Todo esto se puede decir que fue un avance por parte de la Iglesia en cuanto a su compromiso social; sin embargo, Pío X, en 1905 con su encíclica Il fermo proposito reduce la acción social a la acción católica, lo cual demuestra un retroceso con el compromiso social. Recién Pío XI retomará el tema de León XIII en su encíclica Quadragesimo anno en 1931. Luego, será su sucesor Pío XII con quien la doctrina social se vuelve a conectar con la tradición patrística y medieval, lo cual significa la recuperación del sentido evangélico del compromiso con los derechos de las gentes.

Será Juan XXIII quien representa un gran avance de compromiso social en sus encíclicas. Así, por ejemplo en Mater et magistra (1961) admite la propiedad privada, pero también la propiedad pública. Luego, en Pacem in terris (1963) habla “de los derechos del hombre y de los derechos políticos fundamentales de orden interno e internacional”[10]. Es tal vez la encíclica más importante de los pontífices de la modernidad. Pero sin olvidar la importancia de la Gaudium et spes y de la Dignitatis humanae (1965). En ellas se resalta el derecho a la libertad religiosa y el derecho de la persona humana frente a la sociedad, pero sobre todo resalta los derechos humanos, económicos, sociales y políticos, sin distinción alguna de personas. De estos documentos, la Gaudium et spes es retomada por Pablo VI en su encíclica Populorum progressio (1967).

El último de los pontífices, cuyas encíclicas demuestran compromiso al derecho, la libertad y la dignidad de las gentes, será Juan Pablo II. Así, por ejemplo, en Laborem exercens (1981) proclama que “en el trabajo se revela el carácter radicalmente solidario del ser personal del hombre”[11]. Luego, en Sollicitudo rei socialis (1987) habla de que la dignidad del hombre debe ser respetada y promovida. Y el último documento de compromiso social será la Centesimus annus (1991). Aquí, lo que hace el pontífice es conmemorar la Rerum novarum de León XIII, pero no hay novedad alguna en cien años. Sólo absolutiza la Rerum novarum y vuelve a retomar el concepto de propiedad privada de Lechón XIII, y para nada considera las matizaciones de Vaticano II respecto al tema. Todos estos documentos ayudaron a la liberación del hombre y a la conquista de sus derechos, sin embargo “la norma suprema para el cristiano es el evangelio y el seguimiento a Jesús”[12] y todos estos documentos son sólo ayudas de acercamiento al verdadero espíritu evangélico.

[1] Doctrina social del Iglesia, p. 318.
[2] Ibíd.
[3] Ibíd., p. 319.
[4] Ibíd., p. 320.
[5] Ibíd., p. 322.
[6] Ibíd.
[7] Ibíd., p. 324.
[8] Ibíd., p. 325.
[9] Ibíd., p. 326.
[10] Ibíd., p. 327.
[11] Ibíd., p. 328.
[12] Ibíd., 330

Comentario al artículo de Santiago Madrigal, sobre el Vaticano II

El texto está inspirado en el “gran teólogo” Karl Rahner. Y el autor (Santiago Madrigal) dice que lamenta que el Concilio Vaticano II se recuerde sólo con meras citas de adorno, pese a que dicho concilio tiene una verdadera proyección de futuro, sobre todo por la importancia que da a los laicos, la vuelta a las fuentes y la aproximación ecuménica. En este sentido, Jean Guitton, único observador laico en el concilio dice que el papa Bueno, hizo pública la idea del concilio universal en enero de 1959 y tenía como uno de los objetivos principales la unidad de los cristianos. Luego, en 1962 empieza el concilio, pero con esperanzas beneficiosas para la Iglesia, pues se hablará “del comienzo de una nueva era conciliar en la historia de la Iglesia”[1].

El mérito del nuevo concilio será en cuanto a que es un concilio positivo, y ya no se condenarán los errores, sino que se dejarán guiar por el Espíritu, tanto en su estructura como en su dinamismo. Lo que interesaba era acercarse a un lenguaje que llegue al hombre de hoy, y dejar de pensar que los que no pensaran como la Iglesia oficial eran los enemigos a quienes había que combatir. Por primera vez la Iglesia entra en un diálogo consigo misma y también en un diálogo con las iglesias separadas. Por eso se dice que no es sólo un concilio ecuménico, sino un concilio del ecumenismo. Lo que hace el concilio, por tanto, es hacer síntesis de todos los pensamientos y doctrinas hasta la fecha tocados, pero siempre con la conciencia de que “no hay síntesis sin sufrimiento”[2]. Y en esta síntesis busca el equilibrio difícil pero necesario.

Vemos que mientras en los concilios anteriores se habían dedicado a definir temas como el misterio de Dios en la Trinidad, la Encarnación, las dos naturalezas de Cristo, etc., el concilio Vaticano II se despliega alrededor de la idea de Iglesia. En esta nueva cosmovisión de la Iglesia todos los miembros constituyen la misma, pero sobre todo se recupera la figura del laico que por tanto tiempo había sido opacada por el clero. Con esta forma de ver la Iglesia se inaugura una nueva etapa eclesial, aquella donde tanto laicos como clérigos son importantes para la Iglesia, pero ninguno es más que otro y lo único que les diferencia es el ministerio ordenado. Toda esta problemática se tocó en el concilio, pero sin descuidar la situación del mundo circundante, donde sobreabundaba la pobreza. De ahí que Juan XXIII sugerirá el espíritu de pobreza y sencillez.

Con este concilio vemos que la Iglesia se vuelve hacia sí misma, pero también “hacia el mundo, para hacerse cargo de los problemas que tiene planteados la humanidad (persona humana, inviolabilidad de la vida, justicia social, evangelización de los pobres, vida económica y política, guerra y paz)”[3]. De ese mismo modo, el concilio se preocupa por la dimensión celebrativa de la Iglesia. Para eso trabaja el aspecto de la liturgia y publica la constitución Sacrosanctum Concilium. Luego, en la Lumen gentium busca restablecer la unidad entre los cristianos. Así como en el concilio se preocuparon por la situación de la Iglesia occidental, también lo hicieron por las iglesias católicas orientales. Para ello se decretó el documento Orientalium ecclesiarum.

Otro de los puntos a los que se tomó importancia en el concilio fue a la dimensión misionera de la Iglesia. La afirmación en la cual se fundamentaba aquella posición fue aquel texto del evangelio que dice: “tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único”. Con esa preocupación se proclama la constitución pastoral Gaudium et spes, donde se aplica “una visión cristológica del ser humano a los grandes problemas éticos, sociales, políticos, y económicos”[4]. Con esto se abre al diálogo con el hombre de hoy y con la sociedad moderna. Pero también, mediante una Declaración (Dignitatis humanae) acepta una apertura al pluralismo ideológico de la actualidad, para el diálogo y la colaboración con los miembros de las antiguas religiones no cristianas.

Sin el concilio Vaticano II no hubiera habido una nueva visión de la Iglesia, tanto en su aspecto interno y celebrativo, como en su aspecto externo-ecuménico. Con este gran logro en la Iglesia, debemos reconocer que el Vaticano II cimentó un hito importante para la historia de la Iglesia moderna. Se pudo romper, sobre todo, con las viejas fronteras estamentales entre laicos y sacerdotes, entre religiosos y no religiosos, aunque siga habiendo servicios distintos. Hoy se habla, también, del sacerdocio común de los bautizados, y que su condición de participar del sacerdocio de Cristo, por medio del bautismo, los impulsa a la vida y a la misión evangélica. Hoy se reconoce de que “la Iglesia es el pueblo de Dios, que a través de las aflicciones y del desierto de este tiempo busca la vida eterna y divina; la Iglesia somos nosotros; por eso es la Iglesia de los pecadores, la Iglesia deficiente que tiene que aprender siempre en la historia”[5].

Otro de los documentos donde la Iglesia demuestra una apertura al mundo moderno, es la encíclica Ecclesiam suam de Pablo VI (1964). Nuevamente se trata de resaltar por este documento, la importancia que el diálogo tiene en un contexto moderno. De ahí que se dice, según la visión de este documento, que “el mundo debe ser respetado y aceptado como tal por la Iglesia: no se puede cerrar los ojos ante los resultados de la ciencias experimentales, no se puede cerrar los ojos ante los resultados de la investigación histórica”[6]. De ahí que hoy se podía hablar de la primacía del amor de la Iglesia hacia este mundo y del compromiso por la edificación de una ciudad temporal más justa. Pero también de la importancia del laicado en la Iglesia, frente a la tradicional concepción verticalista-piramidal.

[1] Cf. Artículo escrito por Santiago Madrigal, p. 3.
[2] Ibíd., p. 4.
[3] Ibíd., p. 6.
[4] Ibíd., p. 7.
[5] Ibíd., p. 11.
[6] Ibíd., p. 12.

domingo, 19 de julio de 2009

El sacramento del matrimonio

Para adentrarnos en el tema del sacramento del matrimonio, es pertinente que primero tengamos bien en cuenta la dimensión antropológica de la sexualidad. Cada persona, como ser sexuado está llamada a crecer y a desarrollarse como persona. Para ello, la sexualidad es la fuerza de crecimiento personal, es la energía de una experiencia psíquico-afectiva. De ahí que una relación de pareja es auténtica siempre y cuando los cónyuges crecen juntos, y si es una relación sana y no posesiva. Luego, la sexualidad debe llevar a construir un "nosotros" y a encaminar a la pareja a su mutua realización, puesto que ella es la fuerza integradora de la persona humana y de su sano desarrollo nace la capacidad humana de amar. En ese sentido, el juicio sobre la calidad de una persona sólo puede hacerse en tanto se tenga en cuenta la integración de su sexualidad, pues ésta, si es sana debería ser la fuente de bienestar y de dinamismo del crecimiento personal e interpersonal.

Ahora bien, en las Sagradas Escrituras, cuando se habla del misterio de la creación podemos ver el valor del cuerpo como obra de Dios. Así, el relato bíblico nos habla que después que Dios modeló al hombre del lodo de la tierra, lo puso en el jardín, pero pronto se da cuenta de la soledad en que se halla y decide, como consecuencia, hacer una ayuda que le sea semejante, para "que pueda conversar, trabajar y colaborar"[1]. El relato bíblico dice que este ser creado por Dios para librar de la soledad al hombre fue formado de su propia costilla, lo que indica que entre el hombre y la mujer hay igualdad de naturaleza. Sin embargo, si profundizamos el contenido de este relato, se podría decir que el fin principal del escritor sagrado era "explicar la atracción poderosa y misteriosa que lleva espontáneamente al hombre hacia la mujer, atracción que no dejó de intrigar a inteligencias aún arcaicas. Así lo demuestra el grito de alegría que lanza el hombre cuando ve, al despertarse, la compañera que Dios le trae"[2].

Ese grito procede, sin duda, al reconocer en la mujer a un ser de su misma naturaleza, pero de sexo diferente: pues "creó Dios el hombre a imagen suya, hombre y mujer lo creó". De ahí que, lo que constituye el atractivo entre el hombre y la mujer, es la complementariedad de un mismo todo. Que los diferencia el sexo, pero que hay igualdad en dignidad. Que son dos personas diferentes, pero que están llamados a ser "una sola carne", a vivir en comunión; como se anuncia en Génesis 2, 24: "por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne". Tal vez éstas son las palabras donde se revela el ideal del matrimonio según las intenciones de Dios. Y los vínculos que los unen son más fuertes que aquellos por los que están unidos a sus padres, pues deben abandonar a éstos para unirse más íntimamente a su pareja "por la comunidad de pensamiento, de voluntad y amor"[3].

Desde ese punto de vista, podría decirse que la especie humana es llamada por Dios a la existencia como pareja sexuada. Que su unión completa al hombre y la mujer, y que realiza la perfección del ser humano mediante la complementariedad. Pero esta complementariedad, según el designio de Dios manifestado en el Génesis, de que al unirse son "una sola carne", nos hace comprender la desaprobación de la poligamia y el divorcio, y la afirmación de la monogamia y la indisolubilidad del matrimonio. Fue así como lo entendió Jesús al decir lo siguiente: "ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre" (Mt 19,6). En ese sentido, "la fusión de dos vidas en una nueva unidad, la intimidad de la sociedad del hombre y la mujer, puestos por Dios uno frente a otro, hechos el uno para el otro ocupan el primer plano e incluso todo el horizonte"[4]. Sin embargo, el fin de la procreación no es nombrada sino en segundo lugar, después que se ha confirmado que el primer fin es el rescate de la soledad, la complementariedad y el amor mutuo. Sólo después de eso Dios los bendecirá con la fecundidad: "sean fecundos y multiplíquense, llenen la tierra y sométanla" (Gén 1,28).

El hecho de que el matrimonio tenga su origen en Dios, según la fundamentación que anteriormente hemos visto adquiere el sentido sacral. Y, si bien es cierto, es una institución terrena, puesto que cobra existencia en el amor terreno de la pareja, tiene también un carácter sacramental por el hecho de que está fundado según el designio de Dios. De ahí que, en el juicio de la Familiaris consortio Nº 13, "los esposos quedan vinculados uno a otro de la manera más profundamente indisoluble. Su recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con su Iglesia". Pero aparte de eso, el amor conyugal de la pareja comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona. Entre éstos podemos incluir el reclamo del cuerpo y del instinto, la fuerza del sentimiento y de la afectividad, etc., como una vía a la unidad personal que, como afirma la Humanae vitae Nº 9, "más allá de la unión en una sola carne, conduce a no hacer más que un solo corazón y una sola alma; exige la indisolubilidad y fidelidad de la donación recíproca definitiva y se abre a la fecundidad".

La meta última de tal institución es el amor mutuo. Y así como sin el amor la familia no es una comunidad de personas, así también sin este aspecto fundamental, la familia no podría vivir, crecer y perfeccionarse como comunidad. Pero esta comunidad de personas tiene como modelo a la comunión de personas de la Santísima Trinidad y a Cristo esposo como modelo de entrega por su esposa la Iglesia. En ese sentido, según la Gaudium et spes Nº 48, "el genuino amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo". Además, este amor, que va de persona a persona desde su propia voluntad, por ser un amor fundado en Dios, abarca el bien de toda la persona y, por tanto, "es capaz de enriquecer con una dignidad especial las expresiones del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas como elementos y señales específicas de la amistad conyugal" (GS: 49).

En conclusión, el matrimonio es la institución social de carácter humano y divino, que lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado por sentimientos de ternura. El amor que de ellos emana del uno para el otro, se expresa y perfecciona singularmente con la acción propia del matrimonio. Por ello, los actos con los que los esposos se unen íntimamente mediante el vínculo matrimonial, "significan y favorecen el don recíproco, con que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud" (GS: 49). Este amor, ratificado por la mutua promesa de fidelidad en el momento del consentimiento, tiene carácter indisoluble en las alegrías y en las tristezas, en la prosperidad y en la adversidad, quedando excluido de ese modo, toda posibilidad de divorcio o adulterio. Pues ¡lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre!

[1] ADNÉS, Pierre. EL MATRIMONIO, Editorial Herder, Barcelona, 1969, p. 27.
[2] Ibíd.
[3] Ibíd., p. 28.
[4] Ibíd.

Hacia el gobierno demodrático de la iglesia

1.- Cuestiones preliminares

Hay que tener en cuenta antes de adentrarnos en el tema, que en una democracia todos los ciudadanos que hayan alcanzado la mayoría de edad, sin distinción de raza, religión, condición humana, etc., tienen el derecho a expresar mediante el voto su opinión y elegir a quienes la expresan por ellos en órganos del gobierno. "Por tanto, en las democracias existen gobernantes y gobernados, pero su estatuto es muy distinto al que tenían en los gobiernos absolutistas"[1].

En las democracias, los gobernantes no son por naturaleza, sino únicamente porque el pueblo ha querido encomendarles esa función; y, deben ejercerla durante el tiempo y en las condiciones que el pueblo determine. En las democracias, el pueblo nunca concede a sus gobernantes tantas atribuciones como se habían asignado a sí mismos los monarcas absolutistas, porque, el pueblo sabe que "el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente"[2].

Asimismo, refiriéndose a un gobierno democrático, dice Bobbio: "es democrático aquel que trata de resolver una controversia no suprimiendo al adversario, sino convenciéndolo y estableciendo un acuerdo basado en el compromiso. Cuando ese compromiso es difícil, se impone la opinión de la mayoría. Un criterio puramente cuantitativo, si se quiere, pero siempre es mejor contar las cabezas que cortarlas"[3].

Democracia en su esencia significa que el poder es ejercido por el pueblo, "es la soberanía del pueblo. El gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo (Rousseau)[4]. Los que gobiernan y los gobernados son las mismas personas. Que todo acto de gobierno se deriva del principio de soberanía popular. Y que la voluntad del pueblo es obligatoria por igual para todos los ciudadanos.

Desde el punto de vista de la legitimación, la democracia se fundamenta en la idea de la existencia de los derechos humanos, de los cuales se deriva la democracia, y con los cuales ésta permanece en constante vinculación. De ahí que algunos elementos de la democracia misma se consideren también como parte de los derechos humanos: la libertad de pensamiento, de opinión, de reunión y de asociación.

2.- Democracia y cristianismo

Ni en la Sagrada Escritura, ni los santos padres pudieron pronunciarse sobre la democracia, por el mismo hecho de que en aquellos tiempos era otro el sistema de gobierno. Esa es la razón por la cual el discurso democrático tardaría muchos siglos en llegar; sin embargo, cuando se afirma la esencial igualdad de todos los seres humanos, podríamos decir que indirectamente afirmaban que nadie puede gobernar a los demás si éstos no le encomendaban libremente esta función.

A veces se ha dicho que nada tiene que ver la forma del gobierno civil con la forma del gobierno eclesiástico; sin embargo, el cristianismo, la Iglesia y la democracia tienen una historia secular y hasta milenaria, pero tan solo recientemente se han encontrado entre sí. Y la Iglesia siempre se adaptaba el sistema de gobierno imperante de las épocas de la historia sin dificultad alguna. Así, por ejemplo, se ha presentado como una monarquía (entrando, por otra parte, en concurrencia con ella), ha copiado la estructura jerárquica de la sociedad feudal, se ha conjugado con las ciudades-Estado, con las señorías y con el absolutismo. Sin embargo, las relaciones con la democracia han sido difíciles, conflictivas por largo tiempo, sin que se haya realizado hasta hace pocos decenios un acercamiento prudente. El revestimiento sacral de la monarquía y del feudalismo, que respaldaban formalmente el origen divino del poder, no acababa de compaginarse con la democracia, que postula un origen humano de la autoridad. Pero además, "a los ojos del catolicismo, el carácter laico y secular de la democracia se veía agravado por su difusión original en áreas de mayoría protestante o de tradición galicana"[5].

Inclusive en tiempos modernos se ha visto la defensa de un sistema absolutista eclesiástico, y el predominio progresivo de la concepción universalista de la Iglesia a hecho aparecer más oportunamente la referencia a la monarquía, mientras que la situación democrática era homogénea a la visión de la Iglesia, como comunión de comunidades locales. Son estas razones profundas de la desconfianza de la Iglesia frente a este sistema político.

Esta hostilidad por el sistema democrático, "sólo logró superarse apenas hace un siglo y tan sólo en orden a la situación social, pero no en cuanto al régimen interno de la Iglesia"[6]. De ahí que surgen dos preguntas fundamentales: a) ¿es por tanto, posible una democracia en la Iglesia?, b) ¿puede, al menos plantearse la hipótesis de una introducción del método democrático en la Iglesia?

En el evangelio vemos la inversión de la clásica visión de política. Así, por ejemplo, las claras palabras de Jesús trasmitidas en los sinópticos en su instrucción a los discípulos: "sabéis que los príncipes de los pueblos los dominan y ejercen su gran poder sobre ellos. Pero entre vosotros no es así, sino que el que entre vosotros quiere ser grande debe ser vuestro servidor, y el que entre vosotros quiere ser el primero debe ser el siervo de todos. Pues tampoco el Hijo del hombre ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida como rescate de muchos" (Mc 10,42-45; cf. Mt 20,25-28; Lc 22,25-27). Estas palabras excluyen radicalmente toda analogía con la estructura del dominio profano y remiten, por el contrario, a la misión, la vida y el servicio del Hijo del hombre, Jesús, como la medida de la forma de vida de la Iglesia. De aquí se sigue que, "por lo que se refiere a nuestra cuestión, los términos "democracia", "democratización" y "democrático", empleados en conexión con los términos "Iglesia", "eclesial" o "eclesiástico", no significan una forma de dominio, sino una forma de vida"[7].

Desde ese punto de vista, las obligaciones hacia Dios fundan derechos inalienables frente a los poderes humanos. Además, en la palabra y obra de Cristo se proclama la promesa de perfecta libertad y solidaridad en el Reino de Dios, no sólo como algo que se anuncia de antemano, sino como algo ya presente. Incluso en la ciudad de Dios de San Agustín "está de tal modo caracterizado el concepto de la civitas caelestis, por la verdadera pax, concordia et libertas, que propiamente ya no será Dios quien impere sobre los hombres, sino que será todo en todos (1Cor 15,28). "La soberanía en su sentido específico moderno de superación de la propia voluntad a favor ajeno se halla aquí sublimada en la plenitud de la autorrealización, que supera también infinitamente la imagen de la libertad supralapsaria (desde el principio el hombre debería dominar sobre sus ganados como semejantes suyos) y significa, _dado que Dios mismo es Trino_ nada menos que la unificación"[8].

3.- ¿Democracia en la Iglesia?

La Iglesia cristiana es originalmente una convocación regulada por el pacto entre Dios y los hombres, desde Abel hasta el último de los justos. Hay aquí un elemento metahistórico _una llamada a la que responde una fe_ que hace a la Iglesia un unicum, incluso en el nivel institucional.

Vemos que la concepción de la Iglesia era piramidal: Dios-Cristo-papa-obispos-sacerdotes-diáconos-religiosos hombres-religiosas mujeres-laicos hombres-laicos mujeres y niños. Esta imagen llevó a una centralización intensiva del poder eclesiástico en Roma. Luego, la es una "comunidad organizada en torno al papa de Roma, cuyos prefectos son los obispos, mientras que los representantes locales son los sacerdotes, que tienen la misión de pastorear el rebaño en los campos lejano"[9].

De ese modo, el papa estaba dotado de poderes, y cualquier otra autoridad en la Iglesia derivaba de él, que era su única fuente. Así, los obispos en concilio no tenían más autoridad que el papa. Pero la peor parte quedaba siempre para los fieles, quienes siempre tenían un papel pasivo y sólo algunos pequeños grupos cualificados eran admitidos a colaborar (subordinadamente) con el equipo eclesiástico. "Los laicos estaban en una condición de sumisión, que podía decirse que toda la Iglesia era una gran parroquia, que tenía al papa como párroco"[10]. En este contexto, la hipótesis de una relación entre la Iglesia y la democracia parecía revolucionaria.

Esto sucedía porque había en la teología, mayor peso cristológico, pero no se tenía en cuenta que el Espíritu Santo también sopla en los niveles ínfimos de la Iglesia, y que, en la práctica se reserva sólo a la jerarquía el papel del Espíritu Santo. La imagen que se tenía del papa, por tanto, era la de "representar" a Cristo en este mundo, al modo en que los gobernantes eran representantes del emperador romano en territorios apartados. Esa cosmovisión les hacía pensar de que en los fieles, el Espíritu sólo sugiere la actitud de obediencia a la jerarquía. Y el resultado que se tuvo fue que los laicos ya no son sujetos, portadores de factores de ser Iglesia y de la historia de la Iglesia, sino que "se convierten en objetos de las decisiones jerárquicas y de la predicación y la guía pastoral de los varones.

Eso sucedía por la mala concepción sobre la persona del papa. Se le consideraba infalible. Y, pese a que si así se le considera sería una herejía, esta herejía "es una de las pocas que nunca ha sido condenada oficialmente"[11]. El centralismo del poder no daba lugar a mayores aclaraciones como a decir que, "el papa sólo es infalible en determinadas decisiones, tomadas en nombre de toda la comunidad eclesial en cuanto a desafíos que son vitales para la fe evangélica. Esto quiere que, en esas decisiones, más o menos felizmente, se expresa históricamente la verdad cristiana para los cristianos"[12]. Esto se remite a la asistencia del Espíritu Santo, que vela por la integridad del evangelio, pero sin sobresaltar la persona del papa. Su condición real es la de un ser humano común: genial o mediocre, democrático o autoritario. Esa visión papista había dejado de lado la función verdadera de Pedro: encabezar la presidencia de la Iglesia, pero desde el punto de vista de Jesús, como un ministerio o un servicio ministerial entre otros muchos ministerios eclesiales.

Recién en las últimas décadas, con la eclesiología del Vaticano II se ve a la Iglesia como una comunión (koinonía) engendrada por el Espíritu Santo y estructurada por los sacramentos, ante todo por el bautismo. Según esta visión, "la Iglesia es el pueblo de Dios que camina en la historia entre la Encarnación y la segunda venida de Cristo"[13]. En ese sentido, el pueblo de Dios, linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa (1Pe 2,9) y cada uno de sus miembros participan de las cualidades proféticas, reales y sacerdotales del mismo Cristo. Esto hace iguales a todos los fieles dejando a salvo la diversa medida de la fidelidad de cada uno, y los capacita a todos para los muchos servicios necesarios en la vida de la comunidad eclesial. Esta igualdad es la base para que la selección de las personas para el ejercicio de las responsabilidades eclesiales (diáconos, sacerdotes, obispos, etc.) sea electiva. Así fue durante largo tiempo y puede volver a serlo mediante modalidades electorales en la acepción democrática, es decir, con la participación de todos. Sin embargo, con esta práctica eclesial del método democrático, no sólo como determinación y respeto de la mayoría, sino también como valoración habitual de la universitas fidelium, puede afectar, con modalidades diversas, a muchos aspectos de la fisiología eclesial.

4.- Servicios eclesiales y método democrático

El sacramento del bautismo constituye a cada uno en miembro de la Iglesia, y, por tanto, lo inserta plenamente en una realidad esencialmente social, pero sui generis. Una realidad que a partir del NT se ha indicado como cuerpo de Cristo o como pueblo de Dios, poniendo en evidencia la naturaleza comunitaria del cristianismo, que no es nunca acto individual, sino comunión, coparticipación. Esta perspectiva sitúa a la Iglesia cristiana en una perspectiva histórica de convergencia con muchos aspectos de la democracia, en la medida en que esta última es un conjunto de reglas destinadas a permitir la convivencia de una multiplicidad de sujetos iguales entre sí.

"La exclusión del pueblo de los fieles de la creatividad celebrativa, como se ha hecho a veces en nombre de la "pureza" y de la regularidad de los ritos, imponiendo un culto uniformado desde arriba, ha tenido el efecto de marginar la piedad popular, así como de dejar vacía la liturgia, dando lugar a un desdoblamiento entre la ritualidad oficial y las devociones populares"[14]. El problema es que siempre se ha tenido como paradigma a la Iglesia piramidal, y no se tenía en cuenta el consenso popular. De este modo es como se ha llegado hasta a llevar a la hoguera libros (y también personas) "peligrosas", por intentar defender regímenes democráticos. Pero si esto es políticamente inaceptable por negar la capacidad de discernimiento del ciudadano común, desde una perspectiva eclesiológica es aberrante, ya que supone, al menos implícitamente una negación del sensus fidei de la comunidad.

La Iglesia, después de un periodo histórico, se adaptó en gran parte, aunque no sin ninguna distancia crítica, a las estructuras de la sociedad circundante. Y, estas influyeron, por su parte, en las estructuras eclesiales. Adoptó gustosa las magníficas insignias y los signos distintivos de la corte imperial de Bizancio en su organización, en su modo de vestir y en su fasto. Más adelante adoptó el orden feudal, los usos y los símbolos de la nobleza, tanto en las estructuras eclesiales como en el ordenamiento y los ritos de su liturgia. Los obispos se convirtieron de ese modo en príncipes feudales de la Iglesia.

Al paso del tiempo, esa Iglesia tuvo dificultades con el surgimiento de los gremios de los burgueses medievales, en los que se hablaba de participación colectiva y responsabilidad compartida de todos los miembros. A la reforma, y sobre todo al calvinismo, que tomó ya por entonces un aire más democrático (también en su ordenamiento eclesiástico), la contrarreforma católica reaccionó acentuando aún más la autoridad jerárquica, de arriba abajo. Pero todo este sistema floreció en antiguo régimen, donde el papa llegó a ser considerado como un monarca absoluto.

Lo lamentable en nuestros tiempos, es que, pese a que las estructuras democráticas siguen siendo un bien común para la sociedad, la Iglesia parece que tiene dificultades casi insuperables para adoptar sus estructuras a la exigencia de que todos los creyentes pueden contribuir al gobierno de la Iglesia y participar en él (sea cual sea el modo concreto en que pueda o deba ser organizado éste). Por miedo a este sistema siempre apela a la llamada estructura querida por Dios, de la Iglesia. Y esa articulación jerárquica de la Iglesia, en conformidad con el plan divino, no puede consentir estructuras democráticas en su interior. Sin embargo, somos conscientes de que "este malentendido histórico es en nuestra época democrática uno de los puntos de fricción más penosos entre el pueblo creyente católico y sus líderes"[15].

5.- El rostro antidemocrático de la Iglesia

El concilio Vaticano I fue la asamblea eclesial de una jerarquía feudal superviviente en un mundo moderno, mientras que el Vaticano II fue un horizonte eclesial en el horizonte de la burguesía. Y esto es un gran avance respecto a tiempos pasados, como en aquel contexto de la revolución francesa, donde la Iglesia se convirtió en la protagonista de las ideas antimodernas. Así, con esa cosmovisión eclesial "se condenó la ciencia de los datos filosóficos y morales, así como las leyes burguesas"[16]. Se condenó, también, el contrato social y se decía que la estructura monárquica era aquella que Cristo había instituido, y, por tanto, no puede reconciliarse con la historia moderna de la libertad y su proceso de democratización.

El burgués era para la Iglesia el "hombre nuevo", que era juzgado como "el viejo Adán": el pecado que se seculariza, o sea, que se emancipa de la autoridad divina, de la autoridad jerárquica de la Iglesia. Y esta pretensión era impía y pecaminosa. E incluso en el "syllabus" se condena la tesis que afirma que "el romano pontífice puede en incluso debe conciliarse con el progreso, con el liberalismo y la nueva burguesía"[17]. Luego, la consecuencia es que frente a ese progreso los dogmas son presentados "como verdades bajadas del cielo".

Recién después de la segunda guerra mundial, en 1944, Pío XII, en un discurso muestra simpatía por el Estado democrático, y condena el absoluto estatal. Pero esto sucedió sólo después de la caída del nazismo y del fascismo, lo cual hace que su declaración pierda crédito, y se le considere, más bien, como política eclesiástica u oportunismo eclesiástico[18]. Sin embargo, la salida de la Iglesia de aceptar la democracia burguesa, fue para combatir el totalitarismo y el comunismo, de lo cual se puede deducir que sólo buscaba su autodefensa y su propia seguridad.

En ese contexto, la jerarquía empieza a perder poder. Sin embargo, con la "actio catholica", los jerarcas quieren recuperar su poder por medio de los laicos. La acción católica era como la misión canónica de los laicos, cuyo objetivo era recuperar la pérdida sufrida por la jerarquía. La separación Iglesia-Estado había limitado tanto su poder y buscaban recuperarlo de cualquier forma.

6.- Una mirada desde el Concilio Vaticano II

Recién el concilio Vaticano II, después de siglo y medio de resistencia contra la nueva política a base de solemnes anatemas, ha aceptado con los brazos abiertos los valores y conquista de la revolución francesa. El Vaticano II es el triunfo tardío de la teología liberal, de hecho fue un concilio liberal. Necesitábamos un concilio así. "El concilio Vaticano II fue en la Iglesia la irrupción de la conquista de la revolución francesa con ciento cincuenta años de retraso"[19]. La libertad, la igualdad y la fraternidad recién pueden ser los principios y derechos fundamentales de la personas, reconocidos por la jerarquía de la Iglesia. En ese sentido, el Vaticano II fue un movimiento estratégico de recuperación del terreno de la liberación de los hombres por parte de la Iglesia, pero una liberación que llegó demasiado tarde.

El Vaticano II mostró otra cara de la Iglesia, al menos en teoría, pero la debilidad de esto es que no hubo derecho canónico que lo proteja. Se debía revisar el derecho canónico vigente en ese momento. Más tarde se hizo, pero en algunos puntos no fue fiel a las intuiciones básicas del Vaticano II. Aquel concilio definió a la Iglesia como el pueblo convocado por Dios, en el que todos los creyentes son iguales: "sujetos creyentes que poseen el mismo valor y viven por el Espíritu, libres hijos de Dios"[20].

Además, todos los oficios ministeriales existen ahora para el pueblo, como servicios suyos. Sin embargo, no dice que el oficio ministerial sea un carisma del Espíritu Santo, y tampoco cómo haya de nombrarse a los portadores de estos oficios. Dice el concilio, que todos los creyentes, en cuanto "christifideles", tienen el derecho y el deber a ser corresponsables en la Iglesia. Inclusive en el capítulo IV de la Lumen gentium se habla de que "por voluntad de Cristo no debe haber oposición entre lo que se halla en el contenido de la fe que vive una comunidad de la Iglesia y lo que el papa o la jerarquía proponen"[21]. Pero todo debe estar al servicio del Pueblo de Dios, que sigue siendo su pueblo preferido.

También no debemos olvidar que, "la corresponsabilidad por la Iglesia de todos los fieles, sobre la base del bautismo de todos ellos en el Espíritu, comporta esencialmente la participación de todos los creyentes en las decisiones del gobierno de la Iglesia"[22]. Para esto, el Vaticano II dio algunos impulsos institucionales: los sínodos romanos, los concilios nacionales, las conferencias episcopales, los consejos presbiterales, los consejos diocesanos y parroquiales de fieles laicos y los cuadros de muchos organismos católicos. Sin embargo, cuando estas instituciones estaban mostrando fertilidad han sido limitadas desde arriba, para seguir en la línea de Trento y del Vaticano I, antes que aquella que trazó el Vaticano II. Ojalá que nuestros líderes eclesiásticos sean abiertos a la voz del Espíritu y puedan dejarse arrastrar por él antes que cimentarse en sus equivocadas ideas de que la democracia en la Iglesia será un peligro para la misma.

[1] FLORISTAN Casiano y TAMAYO Juan José. Diccionario abreviado de pastoral, Verbo divino, Navarra, 2002, p. 143.
[2] Cita en el Diccionario a Lord Acton.
[3] Ibíd., p. 144.
[4] CONCILIUM, Revista internacional de Teología, 243. Octubre, 1992, p. 715.
[5] Ibíd., p. 731.
[6] Ibíd., p. 730.
[7] Ibíd., p. 344.
[8] Ibíd., p. 340.
[9] Ibíd., p. 298.
[10] CONCILIUM, op. cit., p. 732.
[11] Ibíd., p. 299.
[12] Ibíd.
[13] Ibíd., p. 733.
[14] Ibíd., p. 735.
[15] SCHILLEBEECKX, Edward. Los hombres relato de Dios. Ediciones Sígueme, Salamanca, 1995, p. 284.
[16] Ibíd., p. 301.
[17] Ibíd., p. 303.
[18] Ibíd., p. 305.
[19] Ibíd., p. 308.
[20] Ibíd., p. 309.
[21] Ibíd., p. 310.
[22] Ibíd., p. 312.