La objeción de
conciencia es un acto y derecho humano que debe ser respetado, tolerado y
promovido por las instituciones jurídicas, que procuran garantizar la dignidad
humana, como un imperativo categórico de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, sobre todo en su Artículo 18 que reza así: “Toda persona
tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión”[1]. Así, este artículo de la
Declaración defiende los intereses de cada persona, respecto a su modo de
pensar, de creer y de obrar. Los seres humanos tienen principios que exaltan la
condición del hombre y estos deben ser valorados por quienes no los comparten. Por
cierto, estamos hablando de un acto compuesto de dos conceptos, cuyas
definiciones me parece pertinente indicar. Según el Diccionario de la Real
Academia Española (2008), objeción
se define como razón que se propone o dificultad que se presenta en contra de
una opinión o designio o para impugnar una proposición; y conciencia, en una de sus acepciones es el conocimiento interior
del bien y del mal; luego, juntando estos dos conceptos, podemos decir que, objeción
de conciencia es “el derecho subjetivo a resistir los mandatos de la autoridad
cuando contradicen los propios principios morales, o el rechazo al cumplimiento
de determinadas normas jurídicas por considerarse éstas contrarias a las
creencias éticas o religiosas de una persona”[2]. De este modo, ninguna
norma o ley positiva, debería atentar contra un derecho humano que se justifica
en principios morales, que no hacen sino el bien y defienden a la persona.
Este derecho está respaldado
también, en el Artículo 3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos,
donde reza que “todo individuo tiene derecho a la vida, la libertad y a la
seguridad de su persona”. Así, según el contenido de este artículo, maltratar a
una persona por razón de su objeción de conciencia, debido a que no concuerda
con una ley o norma, la misma que va en contra de sus principios, es un
atropello contra la persona misma, porque atentar contra sus derechos
fundamentales, es atentar contra su integridad y contra su dignidad. El
dictamen del tribunal de la propia conciencia es al que debe obedecer sobre
todas las cosas la persona. De esta forma estaría actuando según la razón
autónoma y comportándose como un “mayor
de edad”, lo que para Immanuel Kant (Prusia, 1724-1804) “significa que los
seres humanos deben ser capaces de romper la subordinación a todo dogmatismo, a
toda creencia afectiva irracional y a toda tradición acrítica, y proclamar su
decidida voluntad de erigir en norma de conducta su propia razón”[3]. La autonomía es la
característica clave de una persona que utiliza el recurso de la objeción de
conciencia para preservar en su vida la coherencia entre sus principios y sus
actos, los mismos que si son moralmente buenos, deberían ser tolerados y hasta
elogiados por aquellos que administran la justicia y las leyes. Con esto, se
estaría promoviendo una sociedad libre de todo fanatismo o dogmatismo jurídico,
ideológico, cultural o religioso, y se estaría promoviendo y favoreciendo “el
establecimiento de una sociedad libre, igualitaria y tolerante y la realización
de un programa conducente al bienestar y al progreso de todos los seres
humanos”[4].
De cualquier modo, el hecho de que
el ser humano sea autónomo y se guie en la vida según el imperativo de su
conciencia, o según las exigencias de sus principios morales que, absteniéndose
de toda negociación, decide actuar con una protesta a través del recurso y
derecho fundamental de la objeción de conciencia, a una ley que no comparte y
que se aleja de sus convicciones éticas, está actuado según lo que para Kant es
la razón ilustrada, la misma que tiene las siguientes características: A) Es autónoma.- Que se vale por sí
misma y no necesita ayudas. B) Es
limitada.- Porque busca los limites internos para saber hasta dónde puede
llegar. C) Es crítica.- Con aquellos
factores externos que coartan la libertad para pensar, creer o actuar. Esta es
la característica, sin duda, de una razón libre, aquella que por su libertad,
“puede contribuir a disipar las tinieblas culturales y lograr la emancipación
(la mayoría de edad) del género humano”[5]. Consecuentemente, a la pregunta
sobre el obrar moral de Kant ¿qué debo
hacer?, se respondería así: seguir la voz o el dictamen de la propia
conciencia. Es la norma suprema que toda persona debería seguir. Desde este
punto de vista, la conciencia es una instancia que está ligada a la razón y que
sólo busca ser coherente con la ley natural e inscrita en el corazón y que es
“anterior y superior al ordenamiento jurídico positivo y al Derecho fundado en
la costumbre o Derecho consuetudinario”[6]. La obediencia a esta ley
le garantiza su dignidad como persona y su felicidad, mediante la práctica del
bien y la abstención de hacer aquello que considera como moralmente malo. Luego,
es la voz de la conciencia la que señala el camino de acción, tras la
deliberación personal sobre la coherencia entre los principios morales y las
normas jurídicas. Ahora bien, la objeción de conciencia o el derecho a vivir
conforme con los principios morales, no es algo que el ser humano empezó a
practicar recién con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aquellos
que desde 1948 proclaman y defienden categóricamente la dignidad e integridad
de la persona humana, sino que desde la antigüedad, aunque no había una ley
positiva que haga consciente este derecho, fue practicado por algunos, que no
dudaron en entregar su vida con el fin de ser fieles a sus principios.
A
propósito de esto, en la historia de la civilización occidental, aunque jurídica
y formalmente no había un ordenamiento legal que garantice el derecho a la
libertad de conciencia o por qué no decir a la objeción de conciencia, vivieron
personas que actuaron guiados por el mandato de su conciencia y que, con su
actitud, se pusieron en contra de la autoridad y la normativa jurídica. Así,
Sócrates de Atenas (479-399 a.C.), filósofo griego, considerado como uno de los
más grandes de la historia del pensamiento universal es uno de ellos. Por esto
es condenado a la muerte tomando cicuta. Lo relata su discípulo Platón (427-347
a. C.) en su “Apología de Sócrates”, poniendo en boca de éste, las siguientes
palabras: “Yo, atenienses, os aprecio y os quiero, pero voy a obedecer al dios
más que a vosotros y, mientras aliente y sea capaz, es seguro que no dejaré de
filosofar, de exhortaros y de hacer manifestaciones al que de vosotros vaya
encontrando”[7].
Asimismo, Sófocles, trágico griego (Atenas, 496-406 a.C.) predica esta actitud
como coherente con los propios principios. En su tragedia “Antígona”, ésta se niega a obedecer al rey
Creonte, quien impone la prohibición de hacer ritos fúnebres al cuerpo de
Polinices, su hermano, como castigo ejemplar por la traición a su patria. Antígona,
al intentar sepultar a su hermano y al aceptar este “delito” contra el decreto
del rey, le dice a éste: “no creía yo que tus decretos tuvieran tanta fuerza
como para permitir que solo un hombre pueda saltar por encima de las leyes no
escritas, inmutables, de los dioses: su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino
de siempre, y nadie sabe cuándo fue que aparecieron”[8]. Antígona obedece la voz de su propia
conciencia, antes que al ordenamiento de rey, pues a su juicio, las leyes
humanas no pueden prevalecer sobre las divinas.
Asimismo,
los primeros cristianos son también ejemplo de fidelidad al imperativo de la
conciencia. Se negaron a adorar a otros dioses, a participar en guerras y a
rendir culto a los emperadores (césares). Justamente por esto fueron tildados de ateos, porque como los romanos, no
adoraban como divino al César, sino solo a su Dios verdadero. En este contexto,
el emperador Domiciano (entre los años 81-96) dictó una ley diciendo: “Que
ningún cristiano, una vez traído ante un tribunal, quede exento de castigo sin
que renuncie a su religión"[9]. Así, muchos cristianos
fueron condenados a muerte por no renunciar a su fe en Cristo. De la misma
forma, el emperador Trajano (entre los años 109-111) ordenó liberar a aquellos
“cristianos” que se retractaban y adoraban a los dioses romanos, sin embargo
ordenó que “los que persistan deben ser castigados”[10]. Hay que considerar aquí,
que no todos eran fieles a sus convicciones. Muchos se retractaban por miedo a
la muerte. Tenían la fe débil. En términos de Kant, les faltaba la autonomía. Es
que, en una situación persecutoria contra los objetores de conciencia, los
implicados debían tener el coraje y la fuerza suficientes para poder resistir y
asumir las consecuencias contra su propia vida. Lamentablemente, así como en la
actualidad, no había instituciones jurídicas que defiendan la libertad de
pensamiento, de conciencia y de religión. Para los administradores de leyes de
este tiempo, y para los gobernantes, la objeción de conciencia era considerada
como un peligro contra el “orden” o sistema civil y religioso establecidos. Luego,
quien vivía comportándose de acuerdo a sus convicciones morales o religiosas,
pagaba con su propia vida. Pero aun así había quienes preferían la muerte antes
que realizar u omitir una acción en contra de sus principios. Estos son los
objetores de conciencia más genuinos de la historia, aquellos que fueron
coherentes con la voz de su conciencia, hasta asumir la consecuencia de la
muerte.
Afortunadamente
estamos en otros tiempos, y las sociedades son liberales y democráticas, de tal
forma que con más confianza se puede hacer una objeción moral a cumplir la
obligación impuesta. Además, la objeción de conciencia es un derecho moral, ya
que “toda persona tiene derecho a construir su concepción particular de la
existencia, que incluye una determinada escala de valores, y a mantenerse
coherente en su conducta”[11]. Así, la persona reclama
el respeto a su dignidad, la misma que es inseparable del respeto a su
conciencia y a la concepción de la vida que esta conciencia manifiesta. No
obstante, para que la persona pueda tomar estas decisiones, es indispensable
que haya superado lo que L. Kolhbert (EE.UU., 1927-1987) llama los niveles
pre-convencional y convencional del desarrollo moral, lo que para Kant es la
moral heterónoma. En efecto, la persona debe estar ya en el Nivel III, etapa
conocida como moral de los principios auto-aceptados (post-convencional), es decir,
“cuando la persona se pone en conflicto entre dos normas y tiene que decidirse
por una”[12].
Luego, el ser humano busca la coherencia entre las propias convicciones, las
acciones y el tipo de persona que se quiere ser; coherencia entre lo que se
quiere para sí mismo y lo que se quiere para el resto de los seres humanos.
Por consiguiente,
la objeción de conciencia es un derecho subjetivo, humano, porque humaniza la
condición del hombre. Esta es la razón suficiente para que una persona utilice este
recurso, ya que, de permitir lo contrario a sus principios, estaría atentando
contra su propia dignidad, su integridad moral y su autonomía; en una frase,
atentaría contra su ética personal. Desde este punto de vista, la acción que
omite o que evita el objetor de conciencia, es interpretada como un mal que hay
que evitar, obedeciendo únicamente, al dictamen de su conciencia, cuya
capacidad juzga la carga moral de un acto. Así, la persona debe rendir cuentas,
sobre todas las cosas, a la voz de su conciencia. De esta forma está llevando a
cabo el ejercicio de su libertad individual como un derecho personal y que no
es colectivo. En esto lo diferencia de la desobediencia
civil, ya que ésta puede ser individual o colectiva. Es más, “el
desobediente incurre en una falta por la cual puede ser penalizado, mientras
que al objetor de conciencia, se le acepta excepcionalmente que no se someta a
la norma, por razones morales”[13]. Además, de este modo se
está garantizando el respeto a su integridad personal, lo mismo que las
sociedades del presente, consideradas plurales, abiertas y democráticas deben
promover; pues de esta forma se garantizaría una convivencia pacífica, entre
los hombres y mujeres que objetan y entre quienes no. El pluralismo debe ser
una garantía social, de tal forma que al objetor no se le considere como una
excepción que se debe penalizar o censurar, como en la antigüedad, sino más
bien, como un derecho humano individual que se debe tolerar, promover y hasta elogiar.
A nadie se le hace daño con la objeción de conciencia. Luego, jamás fue, no es
y jamás será un delito.
[1] Declaración Universal de los Derechos Humanos (10 de diciembre de
1948) aprobada y proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas.
[2] “La objeción de conciencia”. Recuperado el 30 de setiembre desde http://es.wikipedia.org/wiki/Objeci%C3%B3n_de_conciencia
[3] Montse Días Pedroche.
La teoría moral de la ilustración:
Autonomía y Libertad. Recuperado el 30 de setiembre desde http://montsepedroche.files.wordpress.com/2009/09/6eticadekant.pdf
[4] Ibíd.
[6] Derecho natural. Recuperado el 30 de setiembre desde http://es.wikipedia.org/wiki/Derecho_natural
[7] Platón. Apología
de Sócrates. Recuperado el 01 de octubre en http://librodot.com/es/book/filter_by_auhor
[8] Cisterna, Rodrigo
(2014). Marxismo y Literatura: Sófocles- Antígona. Recuperado el 01
de octubre en https://www.marxists.org/espanol/tematica/literatura/sofocles/antigona.htm
[9] Persecución a los cristianos. Recuperado el 01 de octubre en http://es.wikipedia.org/wiki/Persecuci%C3%B3n_a_los_cristianos
[10] Ibíd.
[11] Busquests Alibés,
Ester (2012). Consideraciones sobre la
objeción de conciencia. Bioética
Bebat, volumen 18, (66), 4-5. Recuperado el 01 de octubre en http://www.ibbioetica.org/es/contenidos/PDF/Consideraciones_objeccion_conciencia.pdf
[12] Psicología de la adolescencia. Marcombo, p.39. Recuperado el 01 de
octubre en http://siteebrary.com/id/10336981
[13] Nombela Cano, César. La objeción de conciencia en sanidad. Comité de bioética de España. Pág. 11.
Recuperado el 01 de octubre en www.unav.es/icf/master/graduados/13.%20Mteztorroncatolicos
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