miércoles, 20 de julio de 2011

HOMILÍA EN LA CELEBRACIÓN DEL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO DE JÓVENES

“El Creador en el principio los creó hombre y mujer, y dijo: por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos llegarán a ser como uno solo” (Mt 19, 4-6).

Estimados hermanos todos, hemos escuchado las palabras de Jesús respecto al matrimonio. Él defiende la integridad de este sacramento, que no puede ser sino la consecuencia de dos personas que se aman y que apuestan todo y por encima de todo para ser felices juntos. Nada ni nadie puede ser impedimento u obstáculo para sellar su afirmación de amor para toda la vida. Y hoy estamos reunidos aquí, los familiares, amigos y demás presentes para celebrar y ser testigos de la afirmación del mutuo amor de “Raúl” y “Charito”.

La vida matrimonial es una vocación, es un llamado de parte de Dios para hacer presente su amor por medio de la familia. Nadie sería feliz viviendo con otra persona por todos los días su vida, compartiendo todo, si Dios no lo ha llamado para esto, y si su corazón no se inquieta y late de amor por la otra persona. “Mi corazón está inquieto hasta que descanse en ti” decía san Agustín respecto al amor de Dios, y en el matrimonio, también el corazón del cónyuge debe inquietarse día a día por el amor de su consorte. Tal vez las palabras falten para descifrase o decirse todo el amor que se tienen a lo largo de todos sus días, pero donde faltan las palabras los gestos de su cariño sincero les descubrirán los frutos de su verdadero amor.

En el encuentro diario aprenderán juntos a crecer y desarrollarse como personas. Pero no como personas totalmente separadas la una de la otra, no como personas individualizadas, sino desde la experiencia del “nosotros”. Ya no sólo pensarán en su propio yo, sino que en todo momento y en cualquier decisión estará o debe estar presente el “nosotros”, el bien de los dos, no el de uno solo. El amor será siempre la fuente de su mutuo bienestar y el dinamismo de su crecimiento personal e interpersonal.

Que son dos personas diferentes, sí, pero acuérdense siempre que han sido llamados y ustedes libremente, sin coacción alguna, han aceptado ser “una sola carne”, vivir en comunión, como se anuncia en el Libro del Génesis 2, 24, texto al que Jesús se remite para fundamentar la unidad de este sacramento: “por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne”. “Raúl” y “Charito”, y todos los que están aquí presentes, éstas son las palabras donde se revela el ideal del matrimonio según las intenciones de Dios. Se descifra de estas palabras del autor sagrado, palabras que para Jesús son fundamento del matrimonio, que los vínculos matrimoniales que unen al varón y la mujer que se aman de corazón, son más fuertes que aquellos lazos por los que están unidos a sus padres, pues deben abandonar a éstos para unirse más íntimamente a su pareja, en virtud de su propia voluntad y por una sublime razón: el amor.

Dios los ha invitado al amor y ha inscrito en su corazón el nombre de su ser amado. Pero ustedes libremente han decidido unirse como pareja, aceptarse y amarse, y hacer pública su mutua promesa, su consagración de amor. De esta forma todos los presentes nos convertimos en testigos de esta decisión que ustedes sellarán con su mutuo consentimiento. Inclusive Dios es hoy testigo de este amor que ustedes han decido formalizar frente a su Iglesia, pues ustedes han venido aquí, no para prometerle a él su amor eterno, sino para que en su nombre y con su venia puedan vivir juntos y para toda la vida.

Su unión hace posible la complementariedad, que según el designio de Dios manifestado en el Libro del Génesis, al unirse en matrimonio el varón y la mujer son “una sola carne”. Esto nos hace comprender la desaprobación de la poligamia y el divorcio. Y se afirma, entonces, que el matrimonio es uno y para toda la vida. El vínculo matrimonial que ustedes sellarán hoy es indisoluble. Fue así como lo entendió Jesús al decir que “ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios unió no lo separe el hombre” (Mt 19,6). En este sentido, la fusión de sus vidas en una nueva unidad, su intimidad de hombre y de mujer, puestos hoy por Dios el uno frente al otro, hechos el uno para el otro, ocuparán desde ahora el primer plano de todo el horizonte de sus vidas.

Si bien es cierto, el matrimonio es una institución terrena, puesto que su existencia se fundamenta en el amor terreno de la pareja, tiene también un carácter sacramental, sagrado, ya que está fundado según el designio de Dios. Por tanto, “Raúl” y “Charito” quedarán vinculados desde hoy, el uno al otro, de la manera más profundamente indisoluble. Su recíproca pertenencia será desde ahora, la representación real, mediante el signo sacramental, de la relación de Cristo con su Iglesia. Y más allá de la unión en una sola carne, su amor tiene que mantenerlos siempre, en un solo corazón y una sola alma. Esto implica la fidelidad recíproca a esa promesa mutua y voluntaria.

Estimados hermanos, la meta última del matrimonio es el amor mutuo. Y así como sin el amor la familia no es una comunidad de personas, así también sin este aspecto fundamental, la familia no podría vivir, crecer y perfeccionarse como comunidad. El matrimonio es una institución social de carácter humano, sí, pero también es de carácter divino, que lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado por sentimientos de ternura. El amor que de ellos emana del uno para el otro, se expresa y perfecciona singularmente con la acción propia del matrimonio. Este acto sacramental, llevado acabo en virtud del mutuo amor de estos jóvenes, es corroborado hoy por la mutua promesa de fidelidad mediante el mutuo consentimiento, quedando así indisolublemente vinculados para toda la vida, en las alegrías y en las tristezas, en la prosperidad y en la adversidad, pues, “¡lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre!”. “¡El amor lo vence todo!”.

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