lunes, 26 de octubre de 2009

AMOR DE DIOS EN JESUCRISTO: Visión franciscana

1.1.- Introducción

Hay, tal vez, muchas formas de pensar en Cristo. Entre éstas podemos mencionar la de los grandes cristólogos, empezando por aquel o aquellos que escribieron el Evangelio de san Juan, san Pablo, los conocidos padres de la Iglesia, hasta aquellos que hicieron una cristología que según la ortodoxia de la Iglesia es herética, puesto que desvirtúan la totalidad del ser de la segunda persona de la Trinidad: Jesucristo, Dios y hombre verdadero, encarnado, nacido, muerto y resucitado.

En los primeros siglos hubo distintas cristologías, unas consideradas heréticas y otras de acuerdo a la fe de la Iglesia, en la cual ha prevalecido un paradigma cristológico: la cristología puramente soteriológica. Según ésta, la razón de ser de la encarnación del Hijo de Dios es la salvación de la humanidad caída solamente. Pero desde el pensamiento franciscano, empezando por el inspirador de una nueva experiencia de fe genuinamente particular: Francisco de Asís, quiero hacer cristología contemplando la llama de amor que cierto día penetró la profundidad del ser del “pobrecillo de Asís”, que lo hizo ver a Cristo en el rostro decaído del leproso; luego en el crucifijo de san Damián y posteriormente en aquel texto evangélico del envío de los apóstoles a la misión.

Con esas experiencias profundas de encuentro con el Crucificado, Francisco concentra su existencia en el seguimiento radical de Jesús, desde la observancia sin reservas del Evangelio. El impacto del encuentro del “santo de Asís” con el Crucificado es tan profundo que empieza a ver a Dios en la persona de Jesucristo de una forma distinta a la que tenía antes del encuentro con el leproso. Luego, para Él, “Jesucristo es el Verbo, el Hijo del Padre y el Creador, el Unigénito del Padre, el Redentor, el Salvador divino”[1]. Pero también es el verdadero hombre de carne frágil, pobre, humilde, peregrino, huésped, que empezó su vida histórica desde la experiencia del pesebre, con el calor y el estiércol de los animales.

1.2.- El amor de Dios hasta el extremo

El amor es la forma como Dios se comunicó y reveló de forma total a la humanidad, donándose en Cristo, “Hijo divino en su humanidad”[2], el cual, despojándose de su condición de Dios, se ha hecho humildad, pobreza, servicio, don sin reservas, sacrificio para la humanidad. De ahí que la pasión es la expresión más alta del amor de Dios hacia la humanidad. “La pasión y la cruz son consideradas signos e instrumentos del amor desnudo de Dios por el hombre; meditar la pasión y la cruz debe provocar en el cristiano una respuesta de amor despojador”[3].

De ese modo, Dios al hacerse hombre y, por tanto, conocible, amable; recupera la amistad del hombre con Dios. Pero para este grandísimo gesto de amor, había que pagar un precio muy grande. No sólo se hace hombre, humano que padece como cualquier humano, sino que su prueba de amor la demostró hasta el límite, incluso hasta dar la vida, pues “nadie tiene amor más grande como aquel que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13).

Por ese grandísimo amor tuvo que padecer los terribles maltratos, los grandes dolores, oprobios y tormentos, desde la noche en que fue tomado prisionero, hasta la hora de sexta en que fue crucificado. Durante este tiempo no hace sino soportar como un manso cordero el tormento de sus opresores: “uno le ata, otro le empuja, otro blasfema contra Él, otro le escupe, otro busca contra Él falso testimonio, otro le acusa, otro le cubre los ojos, otro le hiere en su rostro, otro le conduce a la columna, otro le despoja, otro le hiere al ser conducido, otro le ata a la columna, otro se precipita contra Él, otro le azota […] Es llevado y traído, escupido, rechazado, agitado de una parte a otra; dan vueltas con Él de aquí para allí como un estúpido e imbécil”[4].

El hijo de Dios hecho hombre es convertido en títere de sus agresores. No hay quien lo libre. Sus discípulos se dispersan, excepto su madre que con lágrimas en los ojos por el dolor profundo de ver así a su hijo, seguía el camino al calvario y contemplaba el tormento de su primogénito. Su vida está a disposición de sus verdugos, que “sin saber lo que hacen”, como el mismo Jesús dice de ellos, lo castigan de la forma más horrenda y humillante posible. Pero a pesar de eso, con la angustia de muerte que había tenido en el Getsemaní, había dicho a Dios: “¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero que no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Jn 14,36).

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único” (Jn 3,16). Y éste, por el profundísimo amor a los hombres y por obediencia al Padre se deja conducir hacia el calvario como un manso cordero. “Camina con la cabeza inclinada, con suma modestia, oyendo los clamores, injurias y escarnio de toda aquella turba, y recibiendo quizá las heridas de las piedras y las manchas de otras inmundicias”[5]. De eso dice san Buenaventura en oración a Dios: “Tu amor y nuestra inequidad te han vuelto tan excesivamente débil”[6]. En Jesús padece realmente Dios. Padece a causa de la ceguedad de los hombres que son incapaces de reconocerlo como inocente. Padece por el inmenso amor que tiene. Padece “por un imperativo de amor hasta el extremo”[7]. Es el precio del amor en demasía.

Y, mientras iba de camino al calvario, dice el seráfico doctor, que la madre quedó medio exánime al ver la violencia con la que era tratado su hijo, y que ni siquiera le pudo decir palabra alguna. Su sola mirada expresaba su amor y la ternura que tenía por su hijo. Su rostro en el cruce de miradas con su hijo reflejada que siempre estaría al lado de Él, aun en los momentos extremadamente dolorosos como en el que estaba viviendo. Se estaba cumpliendo aquello que le había dicho el anciano Simeón en el templo: “¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!” (Lc 2,35).

Ya muerto su hijo, a quien había seguido hasta el lecho de la cruz, al poderlo tocar y al contemplarlo tan de cerca, “apodérase de ella una grandísima tristeza y rubor por verlo completamente desnudo, pues no le dejaron ni aun los paños de la honestidad. Ella lo abraza y envuelve su desnudez con el velo de su cabeza”[8]. La madre no tenía palabras para descifrar lo que fluía por su mente aquellos momentos. Sólo de sus ojos manaban lágrimas y observaba a su hijo sin poder entender la crueldad de los verdugos.

Estaban también ahí, Juan, María Magdalena y otras mujeres. Luego se acercan José de Arimatea y Nicodemo, quienes llenos de tristeza, con el permiso de la madre bajan el cuerpo del Señor, mientras ella, sollozante por ver a su hijo en tal estado y al pedirle José de Arimatea que les dé permiso para sepultarlo, “lloraba con lágrimas sin consuelo, y contemplaba las punzadas de las espinas, la barba arrancada, el rostro afeado por las salivas y con la sangre, y la cabeza sin cabello, y no podía saciarse de llorar y de mirar”[9]. Después de esto, María no puso resistencia para que el cuerpo de su hijo fuera depositado en el sepulcro. El maestro, llagado, herido, muerto; que tanto había impactado a la Magdalena, está tendido en los brazos de su amada madre, mientras María Magdalena, con escalofriante llanto abraza los pies de su Señor, “los besa, los envuelve y arregla con grande amor, del mejor modo que sabe y puede”[10]. Finalmente es colocado en el sepulcro, el cual es cerrado con una piedra grande.

1.3.- Francisco de Asís y el Crucificado

El pobrecillo de Asís, habiendo contemplado cada momento las escenas narradas anteriormente sobre la vida del Crucificado, de lo poco que sabía de los evangelios, se conmovía profundamente y lloraba por la pasión de Señor. Anhelaba con todo su ser soportar esos dolores, sentir que por sus venas fluye “el ardentísimo amor al Crucificado”[11] mediante los dolores de su pasión. Este deseo le fue concedido. Tal vez no conoció el maltrato de la pasión como su Señor, pero al menos pudo sentir por dos años el profundo dolor de las heridas causadas por los clavos y por la lanza. De este modo, el pobre de Asís pudo haber dicho como san Pablo: “clavado estoy en la cruz junto con Cristo: yo vivo, o más bien, no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí” (Gál 2,19-20). El amor de Francisco por el Crucificado hizo que se le concediera llevar en su propio cuerpo las llagas de la pasión.

Será Jesucristo quien motive su caminar en el seguimiento. De ahí se puede decir que su vida constituye el amor profundo por el Crucificado, al igual que “el amor ardiente y desnudo de Jesús manifestado hasta el extremo de su despojamiento en la cruz, como condiciones existenciales y valores fundamentales que el Hijo de Dios ha vivido en su vida humana”[12]. Podemos ver aquí que la visión cristológica de Francisco está empapada de estupor y admiración por el acontecimiento extraordinario del Hijo de Dios en su vida humana terrena. Contempla que el Hijo de Dios siendo de condición divina, se entrega en amor total, en pobreza, humildad y cercanía amorosa, para ponerse al nivel del ser humano y para estar a su lado. Francisco de Asís, por tanto, es atraído por el Crucificado desde el comienzo de su conversión hasta la experiencia en la Alvernia y la muerte. De esto dirá Tomás de Celano: “todos los afanes del hombre de Dios, en público como en privado, se centraban en la cruz del Señor; desde el comienzo en que empezó a militar para el Crucificado, diversos misterios de la cruz resplandecieron en la su persona”[13].

Se entiende aquí, por qué posteriormente los maestros franciscanos centraran su reflexión cristológica sobre el Crucificado y sobre la cruz, pero movidos y admirados por la pasión del pobre de Asís, que quiso vivir como el Crucificado, llevando incluso las propias llagas de Cristo y soportando los profundos dolores en su propio cuerpo. Jesús, a causa de su sublime amor al Padre y a la humanidad. Francisco por el profundo amor a Dios como correspondencia al amor extremo de Dios manifestado en Jesucristo su Hijo. La pasión, por tanto, para los frailes franciscanos, es la expresión más alta del amor divino hacia la humanidad. De esto dice san Antonio de Padua: “La pasión y la cruz son consideradas signos e instrumentos del amor desnudo de Dios por el hombre”[14].

1.4.- Sólo la redención o más bien el amor, ¿cuál es el fin de la encarnación?

La orientación del corazón debe dirigirse al motivo central de Dios para encarnarse: su amor. El cumplimiento de su voluntad es el amor sublime manifestado claramente en la persona de Jesucristo su Hijo. De ahí que el misterio de la encarnación del Verbo, predispuesto por Dios, es el objeto principal de la reflexión franciscana. La reflexión teológico-cristológica contempla el horizonte desde el presupuesto del Dios amor, que ha comunicado su amor con acciones concretas y humanas en la persona histórica de Jesús. “El amor es la suprema credibilidad y explica dinámicamente el encuentro del Infinito con lo finito, del Creador con la criatura, de Dios con el Hombre”[15]. Pero debemos tener en cuenta que, en esa relación de amor entre Dios y la criatura media la segunda persona de la Trinidad: Jesucristo, quien vincula en sí la divinidad y la humanidad, lo necesario y lo contingente, lo eterno y lo temporal.

Ahora bien, si Dios es amor infinito, quiere ser amado libremente por otro que pueda corresponder a esas exigencias de infinito. Para ello prevé quien puede hacerlo: Cristo, el Verbo, que asume la naturaleza humana y, en ella, a todos los hombres para que puedan participar de su gloria en el cielo. El plan de Dios es perfecto. No es solamente por compasión al hombre; pues “si Adán no hubiese pecado, ¿el Hijo se hubiera encarnado?”[16] La respuesta es afirmativa. El designio de Dios no está subordinado a una necesidad humana. Por ello, “el designio de Dios no está subordinado a la previsión del pecado de Adán por parte de Dios, que lo habría realizado igualmente”[17]. Si ese hubiera sido el único motivo de la encarnación, en ausencia de pecado no tendría sentido que el Hijo se encarnase. La redención, por tanto, es consecuencia (pero no el fin último) del amor de Dios, que igual se hubiera encarnado para mostrar la plenitud de su amor, aunque el hombre no hubiera caído en Adán.

De ese modo, la encarnación del Hijo de Dios es “la obra suma de Dios (Sumum opus Dei) querida por Dios por sí misma, predispuesta en orden a la criatura”[18]. Jesucristo es la expresión suma del amor de Dios que quiere amar y ser amado; de un Dios activo que ama hasta el extremo; hasta dar la vida por sus amigos (Jn 15,13); porque su gloria “es que el hombre viva y viviendo pueda ver a Dios (san Ireneo)”[19]. Porque nuestro Dios es un Dios que ama (activo) y no un Dios pasivo puramente como el dios de los filósofos.

El amor es el modo de ser, de estar y comportarse de Dios. Su actuar no depende de ninguna condición humana. La historia humana no podría determinar su obrar. Dios es movido sólo por su amor sublime. Por amor se revela y comunica a la humanidad. Dios ama como aquel o aquella joven que por amor a su bien amado(a) lo imposible lo hace posible. Luego, la razón principal de la encarnación no es la redención del hombre. Sólo para eso no necesitaba encarnarse; pues podía hacerlo de otra manera si de eso se trataba. No necesitaba padecer para salvarlo. Se puede rescatar a un hombre de muchas maneras y, sobre todo, no padeciendo con él o incluso más que él. Se sigue de aquí, que la encarnación no está condicionada por el pecado. En ese sentido, si no hubiera existido el pecado, tampoco Cristo hubiera existido. Lamentablemente ésta es la cristología que ha prevalecido, aquella según la cual, “Dios habría querido y llevado su obra maestra de amor, la encarnación del Verbo, sólo o principalmente como remedio o medicina para el pecado de los hombres. Si no hubiera pecado en el mundo, Cristo no hubiera venido a él ni se hubiera encarnado”[20].

La encarnación es, por tanto, la elevación de la humanidad a la dignidad filial del Hijo hecho hombre. La encarnación hubiera tenido lugar en el caso de que no se hubiese cometido el pecado del hombre. “En esta visión, Dios, Cristo, el hombre y el mundo son vistos como una unidad maravillosa, concepción poco frecuente en la teología occidental precedente”[21]. De ahí que, en la muerte en cruz de Jesús, Hijo de Dios, debemos ver la muerte de Dios en cuanto que en ella es la persona divina del Hijo la que ha padecido y ha muerto. Dios muere en Jesucristo, movido por el puro amor. Su padecimiento en la cruz es la prueba más grande de que su naturaleza es amar. Aquí queda descartada la teoría según la cual todo gira alrededor del pecado (hamartiocentrismo) y “considera que el primer proyecto divino sobre el hombre fue un fracaso y una especie de negación de la obra de Dios, quien, a través de la encarnación del Verbo, corrige el desorden causado por el pecado y rehace nuevamente su obra”[22].

En el Hijo, Dios evidencia la grandeza de su amor, en Él se comunica y revela como Él es. “Cristo es el centro primordial y de interés de la manifestación de la gloria divina ad extra”[23]. Cristo hubiera existido aunque no hubieran existido los ángeles ni los hombres y, con mayor motivo, aunque no existiera el pecado. Sería absurdo pensar que un bien tan grande: la encarnación de Dios por puro amor, haya sido solamente ocasionada por un bien menor: medicina para curar la enfermedad del pecado. Pero sería más absurdo todavía, pensar que “primeramente haya sido previsto el pecado de Adán y después haya sido predestinado Cristo a la gloria[24]. Cristo no está subordinado al pecado. Si ese hubiera sido el objetivo de Dios, entonces, según Escoto, implicaría incurrir en muchos y graves inconvenientes. Entre éstos resaltamos algunos:

“- La obra más sublime de Dios sería puramente ocasionada;
- Se iría contra la naturaleza de la predestinación, que prescinde totalmente de los méritos y, mucho más de los deméritos de cualquiera;
- Cristo estaría en función de los hombres y no al contrario. Lo que significaría que los hombres son más dignos que Cristo;
- El mismo pecado de Adán hubiera resultado útil a Cristo para poder revestirse de nueva forma de existencia”[25].

Cristo sólo puede estar motivado por la gloria máxima de Dios, mas no por el pecado; es libre absolutamente y no condicionado por el pecado de los hombres. El amor de Dios trasciende los méritos y deméritos del hombre. El amor de Dios trae como consecuencia la compasión y la misericordia. Éstas a su vez son manifestaciones del sublime amor. La naturaleza de Dios es amar.

1.5.- Conclusión

El misterio de la encarnación del Verbo, predispuesto por Dios, es el hecho central de la reflexión franciscana. Es meditado dentro del horizonte del Dios amor, sumo bien, que se comunica libremente fuera de su intimidad. La cristología, entonces, es la atención al acontecimiento Jesucristo y a sus diversos momentos para obtener de ellos sustancia para la vida como el “pobrecillo de de Asís”. Esta reflexión sobre Jesucristo incluye también su vida histórica, de la que se debe subrayar la pobreza, la humildad, el sufrimiento, la pasión y la muerte como expresiones del amor sumo de Dios, por los cuales se ha acercado a nosotros. Jesucristo, Hijo de Dios movido por puro amor se ha despojado de su gloria de forma total y extrema.

De ahí que la pasión y la muerte del Hijo deben ser vistas desde el designio del amor sumo de Dios, antes que el puro condicionamiento a la humanidad caída; pues la disposición salvadora mediante el sufrimiento y la cruz no es la única disponible para Dios. Pero de esa forma quiso confirmar la maravilla de su amor llevada hasta el extremo. La encarnación del Verbo, en la naturaleza humana de Cristo, sólo tiene su legítima justificación en el amor infinito de Dios y “no en la previsión del pecado, aunque éste haya condicionado la modalidad concreta de la encarnación”[26]. Cristo, al ser Sumum opus Dei (la obra máxima de Dios) no podría estar condicionado por una eventual traición humana. La encarnación es una decisión libre de Dios.

Afirmamos, por tanto, con la escuela franciscana, que Jesucristo, Verbo ∕ Hijo de Dios encarnado, crucificado, querido por Dios desde el comienzo, como expresión primera y suma de su amor misericordioso, “fue y es más amado por Dios que todo el género humano […] incluso más que mil mundos”[27]. Jesucristo es predestinado desde antes de la creación del mundo, desde toda la eternidad por un designio de amor sumo, independientemente del pecado del hombre. Este designio de amor hace más eminente el acontecimiento de la encarnación; puesto que el fin de “Cristo no es sólo nuestra redención, sino también, el fututo premio y la gloria de toda la ciudad eterna”[28]

[1] MERINO, José Antonio y MARTINEZ FRESNEDA, Francisco. Manual de Teología Franciscana. Madrid: BAC, 2003, p. 151.
[2] Ibíd.
[3] Ibíd., p. 158.
[4] SAN BUENAVENTURA. MEDITATIONES DE PASSIONE. Madrid: BAC, MCMLVII, p. 766.
[5] Ibíd., p. 783.
[6] Ibíd.
[7] ZÁEZ DE MATURANA, Francisco. Separata de Cristología II, p. 106.
[8] SAN BUENAVENTURA., op. cit., p. 791.
[9] Ibíd., p. 807.
[10] Ibíd., p. 809.
[11] SAN BUENAVENTURA. ITINERARIUM MENTIS IN DEO. Madrid: BAC, MCMXLV, p. 559.
[12] MERINO, José Antonio y MARTINEZ FRESNEDA, Francisco., op. cit., p. 155.
[13] Cita tomada del Tratado de los milagros de Tomás de Celano, Nº 2, en los Escritos, biografías y documentos de la época de San Francisco de Asís. Madrid: BAC, MMIII, p. 377.
[14] MERINO, José Antonio y MARTINEZ FRESNEDA, Francisco., op. cit., p. 158.
[15] MERINO, José Antonio. Juan Duns Escoto. Madrid: BAC, 2007, p. 139.
[16] MERINO, José Antonio y MARTINEZ FRESNEDA, Francisco., op. cit., p. 177.
[17] Ibíd., 178.
[18] Ibíd.
[19] SÁEZ DE MATURANA, Francisco Javier., op. cit., p. 46.
[20] MERINO, José Antonio., op. cit., p. 143.
[21] MERINO, José Antonio y MARTINEZ FRESNEDA, Francisco., op. cit., p. 160.
[22] MERINO, José Antonio., op. cit., p. 144.
[23] Ibíd.
[24] Ibíd.
[25] Ibíd., pp. 144-145.
[26] Ibíd., p. 147.
[27] MERINO, José Antonio y MARTINEZ FRESNEDA, Francisco., op. cit., p. 170.
[28] Ibíd., p. 171.

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