viernes, 27 de noviembre de 2009

Sobre el placer y la felicidad

1.1.- La doctrina del placer

El placer es un bien para cada persona y puede expresarse de diferentes formas, según el gusto del que lo disfruta. Así por ejemplo, “algunos encuentran placer en embriagarse, en amasar fortuna, en la fama o en dañar a los demás, mientras otros encuentran placer en amar, en compartir sus cosas con sus amigos, en la meditación o en la pintura”[1]. El placer es la satisfacción de la felicidad y del goce expresado a través de reacciones distintas. Este tipo de reacciones en el ánimo de las personas, según Fromm, son el resultado de acciones interdependientes de condiciones objetivas y no deben ser confundidas con la mera experiencia subjetiva del placer. Hay un mínimo común donde todos comparten el placer causado por el mismo objeto, aunque no el mismo tipo de placer, porque cada persona es una y única, y cada persona reacciona diferente ante la misma circunstancia, pero no podemos negar que hay un grado de objetividad en la satisfacción de las necesidades básicas de las personas.

El placer humano, es por tanto, “un sentimiento de satisfacción que de la esfera sensitiva se difunde a la psíquica y desde ésta a la esfera espiritual, como respuesta del sujeto a la consecución del bien deseado”[2]. De este modo, si consideramos esta definición en un sentido estrictamente restringido, podríamos inferir que el placer puede sólo referirse a una experiencia sensual, o a cualquier forma de sensualidad o sensibilidad. Pero si aceptamos una visión más amplia, podemos inferir, también, otras formas de disfrute, como “de la verdad, la bondad y la belleza, como diversas manifestaciones del espíritu y aún de la misma experiencia religiosa”[3]. No se trata de un goce del momento, como diría Aristipo y su doctrina hedonista, según la cual, la consecución del placer y la eliminación del dolor constituyen el fin de la vida y el criterio de la virtud. Se trata de una felicidad que pese al efímero goce placentero mantiene el buen ánimo en la persona, sin la ansiedad sine quam non del objeto placentero para sentirse bien. De ahí que Epicuro dirá que el placer sí es un fin de la vida, pero que si bien es cierto, “todo placer es bueno es sí mismo, no todos los placeres deben ser escogidos, puesto que algunos placeres causan posteriormente mayores molestias que el placer mismo”[4].

De ese modo, según la doctrina de Epicuro, solamente el placer verdadero es el que nos lleva a vivir con sabiduría, bien y rectamente. Pero podríamos preguntarnos ante esta posición, ¿y cuál es ese verdadero placer que debemos perseguir para tener una vida equilibrada y bien llevada? La respuesta de Epicuro sería la siguiente: “El verdadero placer consiste en la serenidad de la mente y en la ausencia del temor y es logrado únicamente por el hombre que posee prudencia y previsión y está así dispuesto a rechazar la gratificación inmediata con miras a una satisfacción permanente y tranquila”[5]। Pero este tipo de placer como fin de la vida tiene que ver más con las virtudes de la moderación, del valor, de la justicia o de la amistad.

También Platón reflexionaba sobre este tema. Pero para éste, el placer como pensamiento, puede ser verdadero o falso. Para este filósofo, el placer tiene que ver con la realidad de la sensación subjetiva, pero puede ser equívoca. De ese modo, el placer posee una función cognoscitiva como el pensar. Según esta teoría, se puede decir que el placer no sólo emana de una parte sensorial aislada de la persona, sino también de la personalidad total. La conclusión de Plantón es la siguiente: “los hombres buenos tienen placeres verdaderos; los hombres malos, placeres falsos”[6].

Aristóteles sigue a Platón, pero además de eso él dice: “si hay cosas que son placenteras a personas de constitución viciosa, no debemos suponer que también sean para otras; justamente como tampoco razonamos así acerca de las cosas que son saludables, dulces y amargas para personas enfermas o atribuir blancura a los objetos que parecen blancos a quienes padecen una enfermedad de la vista”[7]. De ese modo, los placeres vergonzosos, no serían verdaderos placeres, excepto para un pervertido. Para Aristóteles los placeres se rigen por la legitimidad y son los siguientes: a) aquellos que se encuentran asociados al proceso de satisfacer las necesidades; b) aquellos que se encuentran asociados al ejercicio de nuestros poderes ya adquiridos. Estos últimos son superiores a los primeros. En ese sentido, el placer resulta ser una actividad del estado natural del propio ser. El placer perfecciona las actividades y también la vida.

El placer y la vida están íntimamente ligados entre sí y no admiten separación. De ahí que, según la doctrina aristotélica, “la felicidad mayor y más duradera resulta de la suprema actividad humana que está hermanada con lo divino: la actividad de la razón; y en tanto cuanto el hombre tiene un elemento divino perseguirá tal actividad”[8]. Luego, Aristóteles llega, según Fromm, a un concepto de placer verdadero que es idéntico a la experiencia subjetiva del placer de la persona sana y madura.

De ese mismo modo, Spinoza creyó también que el goce es el resultado de una vida recta y virtuosa y no una señal de maldad como lo sostienen las escuelan que se oponen al placer. Según este filósofo, “el placer es el paso del hombre de una menor a una mayor perfección; la pena es el paso del hombre de una mayor a una menor perfección”[9]. Aunque el placer no es el fin de la vida, acompaña inevitablemente a la actividad productiva del hombre. De ahí que, la felicidad no es el premio de la virtud, sino la virtud misma. Luego, el placer no es un motivo primario del hombre, sino un factor que acompaña a la actividad productiva.

Spencer, por su lado, considera que el placer y el dolor tienen una función biológica de estimular al hombre para que actúe, por lo que es tan benéfico a éste individualmente como para la raza humana. De ahí que para este pensador, “los dolores son correlativos de acciones nocivas al organismo, mientras que los placeres son correlativos de acciones que le producen bienestar”[10]. De ese modo, los individuos se mantienen vivos a lo largo de su vida persiguiendo lo agradable y escapando de lo desagradable. Luego, el placer, si bien es una experiencia subjetiva, no puede ser juzgado sobre la base del elemento subjetivo solamente; pues posee un aspecto objetivo, el bienestar físico y mental del hombre. En consecuencia, los pensadores antes expuestos, según Fromm comparten las siguientes ideas: “ 1) que la experiencia subjetiva del placer en sí misma no es un criterio suficiente de valor; 2) que la felicidad va unida a la virtud; 3) que puede hallarse un criterio objetivo para la valoración del placer”[11].

1.2.- Sexualidad y placer

En las últimas décadas se ha revalorizado en gran medida el papel de la sexualidad. La sexualidad exhibe hoy, atributos positivos y negativos; aunque a veces de forma ambivalente y conflictiva. “Al sexo se le considera ya como valor o ya simultáneamente como algo vergonzoso”[12]. Y, de la relativa situación conflictiva pueden derivarse ciertos dobleces morales, que pueden ser individualizados a nivel de sentimientos dobles, de pensamientos dobles, de verdades dobles, radicados en el mundo interior de cada persona. Todos estos dobleces podemos simplificarlos en una palabra, cuyo significado profundo ha sido mal interpretado y mal intencionado: Amor. Según el contexto en el que se diga esta palabra, puede ser recibida en diferentes sentidos: sublimatorio, espiritual, ascético, o ya en sentido carnal. La falta de conocimiento y el mal uso de este término nos obliga a que investiguemos y aclaremos algunos aspectos relacionados con el amor.

Los griegos distinguían tres formas de amor: Eros (amor apasionado de la pareja), philía (amor de los amigos) y ágape (amor compartido, relacionado generalmente con el amor de Dios). Son tres formas de amor que se expresan por comportamientos diferentes, de acuerdo al ser que se ama. En nuestro idioma y cultura, como en otras culturas de lenguas romances, no tenemos más que la única palabra amor para designar a esas formas de amar que los griegos distinguían. De esta ambivalencia, incluso, en ocasiones, “en el habla de la gente corriente o en la literatura popular, en nombre del amor se ha de renunciar a una relación erótica”[13]. Esto hace que los aleje del goce místico de la unión sexual, quienes en su vida amorosa, no llegan a compaginar la ternura con el comportamiento sexual. La consecuencia de esta situación es que estas personas viven un profundo conflicto que no los deja gozar de aquello que ha sido dado por la naturaleza. No viven el amor bíblico expresado en el Libro del Cantar de los Cantares, de que el amor carnal es el simbolismo más idóneo para expresar el amor divino, y que el amor sexual puede ser considerado como la forma más perfecta del amor humano.

Si bien es cierto, desde los comienzos de la historia del cristianismo se le pudo haber considerado como una religión sexofóbica a la religión católica, por la cantidad de literatura y los comentarios prohibitorios respecto a la sexualidad, hoy, desde la revalorización de la sexualidad, incluso en la moral sexual católica, se habla ya del derecho humano al placer, y se resalta aquel Salmo que dice: “la alegría que siente el esposo con la esposa es la que siente tu Dios contigo”. Luego, la unión mística, el goce místico, el placer de la relación sexual de la pareja, si es que está dentro del verdadero compromiso afectivo, si es semejante al amor de Dios con su pueblo; si es que este goce nace de un amor sincero, oblativo, verdadero, y no de una simple satisfacción egoísta de los impulsos sexuales, entonces este goce no sólo es bueno, sino también lícito. Y todos tienen derecho a vivirlo y disfrutarlo plenamente.

Hoy, por ejemplo, se habla de que el camino de la sexualidad tiene que ser el itinerario de la humanización. “Dios es amor” (1 Jn 4,8). Ésta debe ser la base fundamental y la meta hacia la que tiende la libertad humana. Dios crea al ser humano y ha demostrado una relación de amor extremo en la persona de su Hijo. Además, nos ha regalado el matrimonio y la familia como signo eficaz de gracia en la revelación y comunicación de su infinito amor. Luego, la bondad de la sexualidad es un don de Dios creador y las manifestaciones corporales o el lenguaje de la ternura “nos conducen a un conocimiento mutuo interpersonal en el amor que interrelaciona en diálogo amoroso a los seres humanos”[14]. La sexualidad humana se expresa en una alianza de amor singular por el lenguaje corporal; pues el cuerpo es nuestra manera de estar en relación, un modo de estar en presencia de otro. En el cuerpo humano se manifiesta la significación y finalidad de la sexualidad humana. Pero sólo una persona integrada sitúa la sexualidad en la dimensión de comunicación, de relación plena del amor. En la sexualidad se alcanza la calidad de libertad y responsabilidad cuando encuentra su sentido en el amor humano y divino; pues “abre caminos para una mejor y más adecuada comprensión de lo que es el amor”[15].

Incluso podría decirse que, “en el movimiento y la acción del cuerpo se nos revela la libertad y el grado íntimo de la afirmación de la persona”[16]. En ese sentido, el cuerpo es el instrumento que revela nuestra interioridad, el instrumento que desnuda nuestra alma; la expresión y símbolo de una realidad latente. Pero así como es la expresión de la interioridad del ser de una persona, el reconocimiento de identidad y de su propia armonía, lleva también al sujeto al descubrimiento de la alteridad, a la experiencia del otro en el mundo. Luego, aunque el ejercicio de la sexualidad sea fuente de placer, hay que reconocer también, que “es fruto y signo de la realización personal y del encuentro interpersonal”[17].

1.3.- Felicidad e infelicidad

El concepto de la felicidad y de la infelicidad inconcientes se enfrenta con una importante objeción, la cual sostiene que la felicidad y la infelicidad son idénticas a nuestro sentimiento consciente de ser felices o infelices, y que el estar contento o apenado sin saberlo equivale a no estar contento o apenado. De ahí que, si un hombre no es consciente de que es totalmente marginado, ¿cómo podría otro ayudarle a salir de su situación? Pero “la felicidad como la infelicidad son algo más que un estado de la mente”[18]. La felicidad y la infelicidad son expresiones del estado del organismo entero, de la personalidad total. “La felicidad va unida a un aumento de vitalidad, a la intensidad del sentimiento y del pensamiento y a la productividad; la infelicidad va unida a una disminución de estas capacidades y funciones”[19].

La felicidad y la infelicidad constituyen a tal punto un estado de nuestra personalidad total, que las reacciones físicas suelen ser con frecuencia expresiones más patentes de ellas que nuestro sentimiento consciente. De ese modo, el funcionamiento de nuestras capacidades mentales y emocionales está influenciado por nuestra felicidad o infelicidad. La intensidad de nuestros sentimientos está influenciada por ello. La infelicidad debilita nuestras funciones psíquicas; la felicidad, en cambio, las aumenta. Luego, el sentimiento subjetivo de ser feliz, si no va unido a una cualidad del estado de bienestar de la persona total, no es sino un pensamiento ilusorio sobre un sentimiento y no tiene ninguna relación con la felicidad auténtica. Si la felicidad existe sólo en la mente de la persona y no constituye su personalidad completa, no es sino pseudos-felicidad.

Muchos creen que el goce y la felicidad son idénticos a la felicidad que acompaña al amor. En efecto, el amor resulta ser la única fuente de la felicidad. Sin embargo, en el amor, como en otras actividades humanas, debemos diferenciar entre la forma productiva y la improductiva. El amor improductivo no se basa en el respeto mutuo, ni en la integridad de la otra persona. Este amor está basado en la falta de integridad interior. El amor productivo, en cambio, es la forma más íntima de relación entre las personas. Es el amor que busca la integridad de ambas. La forma de esta relación es testimonio de madurez. Luego, “el gozo y la felicidad son concomitantes del amor productivo”[20]. La diferencia en estos tipos de amor está en que, mientras en el primero (amor improductivo-irracional), la satisfacción y el placer no requieren un esfuerzo emocional, sino sólo la capacidad para producir las condiciones necesarias para aliviar la tensión; en el segundo caso (amor productivo-racional), el goce es un triunfo, pues presupone un esfuerzo interior, que es la actividad productiva.

Por consiguiente, la felicidad y el goce no son la satisfacción de una necesidad originaria por una carencia fisiológica o psicológica; no son el alivio de una tensión, sino el fenómeno que acompaña toda actividad productiva; en el pensar, en el sentir y en la acción. El goce y la felicidad no son diferentes en calidad; difieren solamente en cuanto que el goce se refiere a un acto singular, mientras que la felicidad, puede decirse, “es una experiencia continua o integrada de goce”[21]. En ese sentido, podemos hablar de “goces” (en plural), pero solamente de “felicidad” (en singular). “La felicidad es la indicadora de que el hombre ha encontrado la respuesta al problema de la existencia humana; la realización productiva de sus potencialidades y ser uno con el mundo, conservando simultáneamente su propia integridad”[22]. De ese modo, al gastar su energía productivamente, acrecienta sus poderes, “se quema sin ser consumido”[23]। Luego, la felicidad es el criterio de excelencia en el arte de vivir.

[1] FROMM, Erich. Ética y Psicoanálisis. Fondo de Cultura Económica, México: 1957, p.174.
[2] FLECHA, José Román. Moral de la persona. Amor y sexualidad. BAC, Madrid: 2002, p. 136.
[3] Ibíd.
[4] FROMM., op. cit, p. 176.
[5] Ibíd.
[6] Ibíd., p. 177.
[7] Ibíd. Cita de Fromm a Aristóteles, Ética, 1173 e, 21 ff.
[8] Ibíd.
[9] Ibíd., p. 178. Cita de Fromm a la Ética de Spinoza.
[10] Ibíd. Cita de Fromm a Los principios de la ética de Spencer.
[11] Ibíd.
[12] IMBASCIATI, Antonio. EROS Y LOSGOS, Amor, sexualidad y cultura en el desarrollo del espíritu humano. Herder, Barcelona: 1981, p. 10.
[13] Ibíd., p. 11.
[14] MERINO, Antonio y MARTINEZ, Francisco. Manual de Teología franciscana. BAC, Madrid: 2003, p. 440.
[15] Ibíd., p. 441.
[16] FLECHA., op. cit., p. 123.
[17] Ibíd., p. 135.
[18] FROMM., op. cit, p. 182.
[19] Ibíd.
[20] Ibíd., p. 189.
[21] Ibíd., p. 190.
[22] Ibíd.
[23] Ibíd.

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