lunes, 20 de julio de 2009

Comentario al artículo de Santiago Madrigal, sobre el Vaticano II

El texto está inspirado en el “gran teólogo” Karl Rahner. Y el autor (Santiago Madrigal) dice que lamenta que el Concilio Vaticano II se recuerde sólo con meras citas de adorno, pese a que dicho concilio tiene una verdadera proyección de futuro, sobre todo por la importancia que da a los laicos, la vuelta a las fuentes y la aproximación ecuménica. En este sentido, Jean Guitton, único observador laico en el concilio dice que el papa Bueno, hizo pública la idea del concilio universal en enero de 1959 y tenía como uno de los objetivos principales la unidad de los cristianos. Luego, en 1962 empieza el concilio, pero con esperanzas beneficiosas para la Iglesia, pues se hablará “del comienzo de una nueva era conciliar en la historia de la Iglesia”[1].

El mérito del nuevo concilio será en cuanto a que es un concilio positivo, y ya no se condenarán los errores, sino que se dejarán guiar por el Espíritu, tanto en su estructura como en su dinamismo. Lo que interesaba era acercarse a un lenguaje que llegue al hombre de hoy, y dejar de pensar que los que no pensaran como la Iglesia oficial eran los enemigos a quienes había que combatir. Por primera vez la Iglesia entra en un diálogo consigo misma y también en un diálogo con las iglesias separadas. Por eso se dice que no es sólo un concilio ecuménico, sino un concilio del ecumenismo. Lo que hace el concilio, por tanto, es hacer síntesis de todos los pensamientos y doctrinas hasta la fecha tocados, pero siempre con la conciencia de que “no hay síntesis sin sufrimiento”[2]. Y en esta síntesis busca el equilibrio difícil pero necesario.

Vemos que mientras en los concilios anteriores se habían dedicado a definir temas como el misterio de Dios en la Trinidad, la Encarnación, las dos naturalezas de Cristo, etc., el concilio Vaticano II se despliega alrededor de la idea de Iglesia. En esta nueva cosmovisión de la Iglesia todos los miembros constituyen la misma, pero sobre todo se recupera la figura del laico que por tanto tiempo había sido opacada por el clero. Con esta forma de ver la Iglesia se inaugura una nueva etapa eclesial, aquella donde tanto laicos como clérigos son importantes para la Iglesia, pero ninguno es más que otro y lo único que les diferencia es el ministerio ordenado. Toda esta problemática se tocó en el concilio, pero sin descuidar la situación del mundo circundante, donde sobreabundaba la pobreza. De ahí que Juan XXIII sugerirá el espíritu de pobreza y sencillez.

Con este concilio vemos que la Iglesia se vuelve hacia sí misma, pero también “hacia el mundo, para hacerse cargo de los problemas que tiene planteados la humanidad (persona humana, inviolabilidad de la vida, justicia social, evangelización de los pobres, vida económica y política, guerra y paz)”[3]. De ese mismo modo, el concilio se preocupa por la dimensión celebrativa de la Iglesia. Para eso trabaja el aspecto de la liturgia y publica la constitución Sacrosanctum Concilium. Luego, en la Lumen gentium busca restablecer la unidad entre los cristianos. Así como en el concilio se preocuparon por la situación de la Iglesia occidental, también lo hicieron por las iglesias católicas orientales. Para ello se decretó el documento Orientalium ecclesiarum.

Otro de los puntos a los que se tomó importancia en el concilio fue a la dimensión misionera de la Iglesia. La afirmación en la cual se fundamentaba aquella posición fue aquel texto del evangelio que dice: “tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único”. Con esa preocupación se proclama la constitución pastoral Gaudium et spes, donde se aplica “una visión cristológica del ser humano a los grandes problemas éticos, sociales, políticos, y económicos”[4]. Con esto se abre al diálogo con el hombre de hoy y con la sociedad moderna. Pero también, mediante una Declaración (Dignitatis humanae) acepta una apertura al pluralismo ideológico de la actualidad, para el diálogo y la colaboración con los miembros de las antiguas religiones no cristianas.

Sin el concilio Vaticano II no hubiera habido una nueva visión de la Iglesia, tanto en su aspecto interno y celebrativo, como en su aspecto externo-ecuménico. Con este gran logro en la Iglesia, debemos reconocer que el Vaticano II cimentó un hito importante para la historia de la Iglesia moderna. Se pudo romper, sobre todo, con las viejas fronteras estamentales entre laicos y sacerdotes, entre religiosos y no religiosos, aunque siga habiendo servicios distintos. Hoy se habla, también, del sacerdocio común de los bautizados, y que su condición de participar del sacerdocio de Cristo, por medio del bautismo, los impulsa a la vida y a la misión evangélica. Hoy se reconoce de que “la Iglesia es el pueblo de Dios, que a través de las aflicciones y del desierto de este tiempo busca la vida eterna y divina; la Iglesia somos nosotros; por eso es la Iglesia de los pecadores, la Iglesia deficiente que tiene que aprender siempre en la historia”[5].

Otro de los documentos donde la Iglesia demuestra una apertura al mundo moderno, es la encíclica Ecclesiam suam de Pablo VI (1964). Nuevamente se trata de resaltar por este documento, la importancia que el diálogo tiene en un contexto moderno. De ahí que se dice, según la visión de este documento, que “el mundo debe ser respetado y aceptado como tal por la Iglesia: no se puede cerrar los ojos ante los resultados de la ciencias experimentales, no se puede cerrar los ojos ante los resultados de la investigación histórica”[6]. De ahí que hoy se podía hablar de la primacía del amor de la Iglesia hacia este mundo y del compromiso por la edificación de una ciudad temporal más justa. Pero también de la importancia del laicado en la Iglesia, frente a la tradicional concepción verticalista-piramidal.

[1] Cf. Artículo escrito por Santiago Madrigal, p. 3.
[2] Ibíd., p. 4.
[3] Ibíd., p. 6.
[4] Ibíd., p. 7.
[5] Ibíd., p. 11.
[6] Ibíd., p. 12.

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