
Ahora bien, en esta investigación debemos tener en cuenta qué significaba el templo para los judíos. Era el lugar más importante, pues ahí habitaba Dios y en ese lugar se debía rendir el culto. Era la sede de la presencia de Dios, “la casa de Dios”[1]. La fe en la presencia de Dios en el templo es la razón del culto que ahí se celebra. Este culto era realizado por medio de sacrificios “agradables a Dios”. Estos sacrificios podían ser “de ganado mayor o menor, o una ave, pero solamente tórtola o paloma”[2].
El problema estaba en que muchos aristócratas del templo se servían del culto para sacar beneficios económicos; además de la incoherencia de vida de éstos. De ahí que algunos profetas empezarán a hacer sus denuncias. Así, por ejemplo, Oseas dirá: “porque yo quiero amor, no sacrificios, conocimiento de Dios, más que holocausto” (6,6); mientras Isaías añadirá: “vuestras manos están de sangre llenas, lavaos y limpiaos, quitad vuestras fechorías de delante de mi vista, desistid de hacer el mal, aprended a hacer el bien, buscad lo justo, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano y a la viuda” (1,11.15-17).
Por tanto, “a los sacrificios inútiles oponen la obediencia a Yahvé, la práctica del derecho y de la justicia”[3]. Y Jesús es consciente de esa realidad. No resiste, por tanto, la actitud de la aristocracia del templo y se va contra ellos. De ahí que, para Ulrich, en Jesús, “el templo es su verdadera meta”[4]. Quiere purificarlo de la profanación de los cambistas y mercaderes. Quiere restaurar en el templo, el verdadero sentido del culto. Para eso se inspira en una tradición profética: “la casa de mí, casa de oración será llamada” (Is 56,7); y, “ustedes a ella la están convirtiendo en una cueva de bandidos" (Jr 7,11).
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