domingo, 19 de julio de 2009

Hacia el gobierno demodrático de la iglesia

1.- Cuestiones preliminares

Hay que tener en cuenta antes de adentrarnos en el tema, que en una democracia todos los ciudadanos que hayan alcanzado la mayoría de edad, sin distinción de raza, religión, condición humana, etc., tienen el derecho a expresar mediante el voto su opinión y elegir a quienes la expresan por ellos en órganos del gobierno. "Por tanto, en las democracias existen gobernantes y gobernados, pero su estatuto es muy distinto al que tenían en los gobiernos absolutistas"[1].

En las democracias, los gobernantes no son por naturaleza, sino únicamente porque el pueblo ha querido encomendarles esa función; y, deben ejercerla durante el tiempo y en las condiciones que el pueblo determine. En las democracias, el pueblo nunca concede a sus gobernantes tantas atribuciones como se habían asignado a sí mismos los monarcas absolutistas, porque, el pueblo sabe que "el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente"[2].

Asimismo, refiriéndose a un gobierno democrático, dice Bobbio: "es democrático aquel que trata de resolver una controversia no suprimiendo al adversario, sino convenciéndolo y estableciendo un acuerdo basado en el compromiso. Cuando ese compromiso es difícil, se impone la opinión de la mayoría. Un criterio puramente cuantitativo, si se quiere, pero siempre es mejor contar las cabezas que cortarlas"[3].

Democracia en su esencia significa que el poder es ejercido por el pueblo, "es la soberanía del pueblo. El gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo (Rousseau)[4]. Los que gobiernan y los gobernados son las mismas personas. Que todo acto de gobierno se deriva del principio de soberanía popular. Y que la voluntad del pueblo es obligatoria por igual para todos los ciudadanos.

Desde el punto de vista de la legitimación, la democracia se fundamenta en la idea de la existencia de los derechos humanos, de los cuales se deriva la democracia, y con los cuales ésta permanece en constante vinculación. De ahí que algunos elementos de la democracia misma se consideren también como parte de los derechos humanos: la libertad de pensamiento, de opinión, de reunión y de asociación.

2.- Democracia y cristianismo

Ni en la Sagrada Escritura, ni los santos padres pudieron pronunciarse sobre la democracia, por el mismo hecho de que en aquellos tiempos era otro el sistema de gobierno. Esa es la razón por la cual el discurso democrático tardaría muchos siglos en llegar; sin embargo, cuando se afirma la esencial igualdad de todos los seres humanos, podríamos decir que indirectamente afirmaban que nadie puede gobernar a los demás si éstos no le encomendaban libremente esta función.

A veces se ha dicho que nada tiene que ver la forma del gobierno civil con la forma del gobierno eclesiástico; sin embargo, el cristianismo, la Iglesia y la democracia tienen una historia secular y hasta milenaria, pero tan solo recientemente se han encontrado entre sí. Y la Iglesia siempre se adaptaba el sistema de gobierno imperante de las épocas de la historia sin dificultad alguna. Así, por ejemplo, se ha presentado como una monarquía (entrando, por otra parte, en concurrencia con ella), ha copiado la estructura jerárquica de la sociedad feudal, se ha conjugado con las ciudades-Estado, con las señorías y con el absolutismo. Sin embargo, las relaciones con la democracia han sido difíciles, conflictivas por largo tiempo, sin que se haya realizado hasta hace pocos decenios un acercamiento prudente. El revestimiento sacral de la monarquía y del feudalismo, que respaldaban formalmente el origen divino del poder, no acababa de compaginarse con la democracia, que postula un origen humano de la autoridad. Pero además, "a los ojos del catolicismo, el carácter laico y secular de la democracia se veía agravado por su difusión original en áreas de mayoría protestante o de tradición galicana"[5].

Inclusive en tiempos modernos se ha visto la defensa de un sistema absolutista eclesiástico, y el predominio progresivo de la concepción universalista de la Iglesia a hecho aparecer más oportunamente la referencia a la monarquía, mientras que la situación democrática era homogénea a la visión de la Iglesia, como comunión de comunidades locales. Son estas razones profundas de la desconfianza de la Iglesia frente a este sistema político.

Esta hostilidad por el sistema democrático, "sólo logró superarse apenas hace un siglo y tan sólo en orden a la situación social, pero no en cuanto al régimen interno de la Iglesia"[6]. De ahí que surgen dos preguntas fundamentales: a) ¿es por tanto, posible una democracia en la Iglesia?, b) ¿puede, al menos plantearse la hipótesis de una introducción del método democrático en la Iglesia?

En el evangelio vemos la inversión de la clásica visión de política. Así, por ejemplo, las claras palabras de Jesús trasmitidas en los sinópticos en su instrucción a los discípulos: "sabéis que los príncipes de los pueblos los dominan y ejercen su gran poder sobre ellos. Pero entre vosotros no es así, sino que el que entre vosotros quiere ser grande debe ser vuestro servidor, y el que entre vosotros quiere ser el primero debe ser el siervo de todos. Pues tampoco el Hijo del hombre ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida como rescate de muchos" (Mc 10,42-45; cf. Mt 20,25-28; Lc 22,25-27). Estas palabras excluyen radicalmente toda analogía con la estructura del dominio profano y remiten, por el contrario, a la misión, la vida y el servicio del Hijo del hombre, Jesús, como la medida de la forma de vida de la Iglesia. De aquí se sigue que, "por lo que se refiere a nuestra cuestión, los términos "democracia", "democratización" y "democrático", empleados en conexión con los términos "Iglesia", "eclesial" o "eclesiástico", no significan una forma de dominio, sino una forma de vida"[7].

Desde ese punto de vista, las obligaciones hacia Dios fundan derechos inalienables frente a los poderes humanos. Además, en la palabra y obra de Cristo se proclama la promesa de perfecta libertad y solidaridad en el Reino de Dios, no sólo como algo que se anuncia de antemano, sino como algo ya presente. Incluso en la ciudad de Dios de San Agustín "está de tal modo caracterizado el concepto de la civitas caelestis, por la verdadera pax, concordia et libertas, que propiamente ya no será Dios quien impere sobre los hombres, sino que será todo en todos (1Cor 15,28). "La soberanía en su sentido específico moderno de superación de la propia voluntad a favor ajeno se halla aquí sublimada en la plenitud de la autorrealización, que supera también infinitamente la imagen de la libertad supralapsaria (desde el principio el hombre debería dominar sobre sus ganados como semejantes suyos) y significa, _dado que Dios mismo es Trino_ nada menos que la unificación"[8].

3.- ¿Democracia en la Iglesia?

La Iglesia cristiana es originalmente una convocación regulada por el pacto entre Dios y los hombres, desde Abel hasta el último de los justos. Hay aquí un elemento metahistórico _una llamada a la que responde una fe_ que hace a la Iglesia un unicum, incluso en el nivel institucional.

Vemos que la concepción de la Iglesia era piramidal: Dios-Cristo-papa-obispos-sacerdotes-diáconos-religiosos hombres-religiosas mujeres-laicos hombres-laicos mujeres y niños. Esta imagen llevó a una centralización intensiva del poder eclesiástico en Roma. Luego, la es una "comunidad organizada en torno al papa de Roma, cuyos prefectos son los obispos, mientras que los representantes locales son los sacerdotes, que tienen la misión de pastorear el rebaño en los campos lejano"[9].

De ese modo, el papa estaba dotado de poderes, y cualquier otra autoridad en la Iglesia derivaba de él, que era su única fuente. Así, los obispos en concilio no tenían más autoridad que el papa. Pero la peor parte quedaba siempre para los fieles, quienes siempre tenían un papel pasivo y sólo algunos pequeños grupos cualificados eran admitidos a colaborar (subordinadamente) con el equipo eclesiástico. "Los laicos estaban en una condición de sumisión, que podía decirse que toda la Iglesia era una gran parroquia, que tenía al papa como párroco"[10]. En este contexto, la hipótesis de una relación entre la Iglesia y la democracia parecía revolucionaria.

Esto sucedía porque había en la teología, mayor peso cristológico, pero no se tenía en cuenta que el Espíritu Santo también sopla en los niveles ínfimos de la Iglesia, y que, en la práctica se reserva sólo a la jerarquía el papel del Espíritu Santo. La imagen que se tenía del papa, por tanto, era la de "representar" a Cristo en este mundo, al modo en que los gobernantes eran representantes del emperador romano en territorios apartados. Esa cosmovisión les hacía pensar de que en los fieles, el Espíritu sólo sugiere la actitud de obediencia a la jerarquía. Y el resultado que se tuvo fue que los laicos ya no son sujetos, portadores de factores de ser Iglesia y de la historia de la Iglesia, sino que "se convierten en objetos de las decisiones jerárquicas y de la predicación y la guía pastoral de los varones.

Eso sucedía por la mala concepción sobre la persona del papa. Se le consideraba infalible. Y, pese a que si así se le considera sería una herejía, esta herejía "es una de las pocas que nunca ha sido condenada oficialmente"[11]. El centralismo del poder no daba lugar a mayores aclaraciones como a decir que, "el papa sólo es infalible en determinadas decisiones, tomadas en nombre de toda la comunidad eclesial en cuanto a desafíos que son vitales para la fe evangélica. Esto quiere que, en esas decisiones, más o menos felizmente, se expresa históricamente la verdad cristiana para los cristianos"[12]. Esto se remite a la asistencia del Espíritu Santo, que vela por la integridad del evangelio, pero sin sobresaltar la persona del papa. Su condición real es la de un ser humano común: genial o mediocre, democrático o autoritario. Esa visión papista había dejado de lado la función verdadera de Pedro: encabezar la presidencia de la Iglesia, pero desde el punto de vista de Jesús, como un ministerio o un servicio ministerial entre otros muchos ministerios eclesiales.

Recién en las últimas décadas, con la eclesiología del Vaticano II se ve a la Iglesia como una comunión (koinonía) engendrada por el Espíritu Santo y estructurada por los sacramentos, ante todo por el bautismo. Según esta visión, "la Iglesia es el pueblo de Dios que camina en la historia entre la Encarnación y la segunda venida de Cristo"[13]. En ese sentido, el pueblo de Dios, linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa (1Pe 2,9) y cada uno de sus miembros participan de las cualidades proféticas, reales y sacerdotales del mismo Cristo. Esto hace iguales a todos los fieles dejando a salvo la diversa medida de la fidelidad de cada uno, y los capacita a todos para los muchos servicios necesarios en la vida de la comunidad eclesial. Esta igualdad es la base para que la selección de las personas para el ejercicio de las responsabilidades eclesiales (diáconos, sacerdotes, obispos, etc.) sea electiva. Así fue durante largo tiempo y puede volver a serlo mediante modalidades electorales en la acepción democrática, es decir, con la participación de todos. Sin embargo, con esta práctica eclesial del método democrático, no sólo como determinación y respeto de la mayoría, sino también como valoración habitual de la universitas fidelium, puede afectar, con modalidades diversas, a muchos aspectos de la fisiología eclesial.

4.- Servicios eclesiales y método democrático

El sacramento del bautismo constituye a cada uno en miembro de la Iglesia, y, por tanto, lo inserta plenamente en una realidad esencialmente social, pero sui generis. Una realidad que a partir del NT se ha indicado como cuerpo de Cristo o como pueblo de Dios, poniendo en evidencia la naturaleza comunitaria del cristianismo, que no es nunca acto individual, sino comunión, coparticipación. Esta perspectiva sitúa a la Iglesia cristiana en una perspectiva histórica de convergencia con muchos aspectos de la democracia, en la medida en que esta última es un conjunto de reglas destinadas a permitir la convivencia de una multiplicidad de sujetos iguales entre sí.

"La exclusión del pueblo de los fieles de la creatividad celebrativa, como se ha hecho a veces en nombre de la "pureza" y de la regularidad de los ritos, imponiendo un culto uniformado desde arriba, ha tenido el efecto de marginar la piedad popular, así como de dejar vacía la liturgia, dando lugar a un desdoblamiento entre la ritualidad oficial y las devociones populares"[14]. El problema es que siempre se ha tenido como paradigma a la Iglesia piramidal, y no se tenía en cuenta el consenso popular. De este modo es como se ha llegado hasta a llevar a la hoguera libros (y también personas) "peligrosas", por intentar defender regímenes democráticos. Pero si esto es políticamente inaceptable por negar la capacidad de discernimiento del ciudadano común, desde una perspectiva eclesiológica es aberrante, ya que supone, al menos implícitamente una negación del sensus fidei de la comunidad.

La Iglesia, después de un periodo histórico, se adaptó en gran parte, aunque no sin ninguna distancia crítica, a las estructuras de la sociedad circundante. Y, estas influyeron, por su parte, en las estructuras eclesiales. Adoptó gustosa las magníficas insignias y los signos distintivos de la corte imperial de Bizancio en su organización, en su modo de vestir y en su fasto. Más adelante adoptó el orden feudal, los usos y los símbolos de la nobleza, tanto en las estructuras eclesiales como en el ordenamiento y los ritos de su liturgia. Los obispos se convirtieron de ese modo en príncipes feudales de la Iglesia.

Al paso del tiempo, esa Iglesia tuvo dificultades con el surgimiento de los gremios de los burgueses medievales, en los que se hablaba de participación colectiva y responsabilidad compartida de todos los miembros. A la reforma, y sobre todo al calvinismo, que tomó ya por entonces un aire más democrático (también en su ordenamiento eclesiástico), la contrarreforma católica reaccionó acentuando aún más la autoridad jerárquica, de arriba abajo. Pero todo este sistema floreció en antiguo régimen, donde el papa llegó a ser considerado como un monarca absoluto.

Lo lamentable en nuestros tiempos, es que, pese a que las estructuras democráticas siguen siendo un bien común para la sociedad, la Iglesia parece que tiene dificultades casi insuperables para adoptar sus estructuras a la exigencia de que todos los creyentes pueden contribuir al gobierno de la Iglesia y participar en él (sea cual sea el modo concreto en que pueda o deba ser organizado éste). Por miedo a este sistema siempre apela a la llamada estructura querida por Dios, de la Iglesia. Y esa articulación jerárquica de la Iglesia, en conformidad con el plan divino, no puede consentir estructuras democráticas en su interior. Sin embargo, somos conscientes de que "este malentendido histórico es en nuestra época democrática uno de los puntos de fricción más penosos entre el pueblo creyente católico y sus líderes"[15].

5.- El rostro antidemocrático de la Iglesia

El concilio Vaticano I fue la asamblea eclesial de una jerarquía feudal superviviente en un mundo moderno, mientras que el Vaticano II fue un horizonte eclesial en el horizonte de la burguesía. Y esto es un gran avance respecto a tiempos pasados, como en aquel contexto de la revolución francesa, donde la Iglesia se convirtió en la protagonista de las ideas antimodernas. Así, con esa cosmovisión eclesial "se condenó la ciencia de los datos filosóficos y morales, así como las leyes burguesas"[16]. Se condenó, también, el contrato social y se decía que la estructura monárquica era aquella que Cristo había instituido, y, por tanto, no puede reconciliarse con la historia moderna de la libertad y su proceso de democratización.

El burgués era para la Iglesia el "hombre nuevo", que era juzgado como "el viejo Adán": el pecado que se seculariza, o sea, que se emancipa de la autoridad divina, de la autoridad jerárquica de la Iglesia. Y esta pretensión era impía y pecaminosa. E incluso en el "syllabus" se condena la tesis que afirma que "el romano pontífice puede en incluso debe conciliarse con el progreso, con el liberalismo y la nueva burguesía"[17]. Luego, la consecuencia es que frente a ese progreso los dogmas son presentados "como verdades bajadas del cielo".

Recién después de la segunda guerra mundial, en 1944, Pío XII, en un discurso muestra simpatía por el Estado democrático, y condena el absoluto estatal. Pero esto sucedió sólo después de la caída del nazismo y del fascismo, lo cual hace que su declaración pierda crédito, y se le considere, más bien, como política eclesiástica u oportunismo eclesiástico[18]. Sin embargo, la salida de la Iglesia de aceptar la democracia burguesa, fue para combatir el totalitarismo y el comunismo, de lo cual se puede deducir que sólo buscaba su autodefensa y su propia seguridad.

En ese contexto, la jerarquía empieza a perder poder. Sin embargo, con la "actio catholica", los jerarcas quieren recuperar su poder por medio de los laicos. La acción católica era como la misión canónica de los laicos, cuyo objetivo era recuperar la pérdida sufrida por la jerarquía. La separación Iglesia-Estado había limitado tanto su poder y buscaban recuperarlo de cualquier forma.

6.- Una mirada desde el Concilio Vaticano II

Recién el concilio Vaticano II, después de siglo y medio de resistencia contra la nueva política a base de solemnes anatemas, ha aceptado con los brazos abiertos los valores y conquista de la revolución francesa. El Vaticano II es el triunfo tardío de la teología liberal, de hecho fue un concilio liberal. Necesitábamos un concilio así. "El concilio Vaticano II fue en la Iglesia la irrupción de la conquista de la revolución francesa con ciento cincuenta años de retraso"[19]. La libertad, la igualdad y la fraternidad recién pueden ser los principios y derechos fundamentales de la personas, reconocidos por la jerarquía de la Iglesia. En ese sentido, el Vaticano II fue un movimiento estratégico de recuperación del terreno de la liberación de los hombres por parte de la Iglesia, pero una liberación que llegó demasiado tarde.

El Vaticano II mostró otra cara de la Iglesia, al menos en teoría, pero la debilidad de esto es que no hubo derecho canónico que lo proteja. Se debía revisar el derecho canónico vigente en ese momento. Más tarde se hizo, pero en algunos puntos no fue fiel a las intuiciones básicas del Vaticano II. Aquel concilio definió a la Iglesia como el pueblo convocado por Dios, en el que todos los creyentes son iguales: "sujetos creyentes que poseen el mismo valor y viven por el Espíritu, libres hijos de Dios"[20].

Además, todos los oficios ministeriales existen ahora para el pueblo, como servicios suyos. Sin embargo, no dice que el oficio ministerial sea un carisma del Espíritu Santo, y tampoco cómo haya de nombrarse a los portadores de estos oficios. Dice el concilio, que todos los creyentes, en cuanto "christifideles", tienen el derecho y el deber a ser corresponsables en la Iglesia. Inclusive en el capítulo IV de la Lumen gentium se habla de que "por voluntad de Cristo no debe haber oposición entre lo que se halla en el contenido de la fe que vive una comunidad de la Iglesia y lo que el papa o la jerarquía proponen"[21]. Pero todo debe estar al servicio del Pueblo de Dios, que sigue siendo su pueblo preferido.

También no debemos olvidar que, "la corresponsabilidad por la Iglesia de todos los fieles, sobre la base del bautismo de todos ellos en el Espíritu, comporta esencialmente la participación de todos los creyentes en las decisiones del gobierno de la Iglesia"[22]. Para esto, el Vaticano II dio algunos impulsos institucionales: los sínodos romanos, los concilios nacionales, las conferencias episcopales, los consejos presbiterales, los consejos diocesanos y parroquiales de fieles laicos y los cuadros de muchos organismos católicos. Sin embargo, cuando estas instituciones estaban mostrando fertilidad han sido limitadas desde arriba, para seguir en la línea de Trento y del Vaticano I, antes que aquella que trazó el Vaticano II. Ojalá que nuestros líderes eclesiásticos sean abiertos a la voz del Espíritu y puedan dejarse arrastrar por él antes que cimentarse en sus equivocadas ideas de que la democracia en la Iglesia será un peligro para la misma.

[1] FLORISTAN Casiano y TAMAYO Juan José. Diccionario abreviado de pastoral, Verbo divino, Navarra, 2002, p. 143.
[2] Cita en el Diccionario a Lord Acton.
[3] Ibíd., p. 144.
[4] CONCILIUM, Revista internacional de Teología, 243. Octubre, 1992, p. 715.
[5] Ibíd., p. 731.
[6] Ibíd., p. 730.
[7] Ibíd., p. 344.
[8] Ibíd., p. 340.
[9] Ibíd., p. 298.
[10] CONCILIUM, op. cit., p. 732.
[11] Ibíd., p. 299.
[12] Ibíd.
[13] Ibíd., p. 733.
[14] Ibíd., p. 735.
[15] SCHILLEBEECKX, Edward. Los hombres relato de Dios. Ediciones Sígueme, Salamanca, 1995, p. 284.
[16] Ibíd., p. 301.
[17] Ibíd., p. 303.
[18] Ibíd., p. 305.
[19] Ibíd., p. 308.
[20] Ibíd., p. 309.
[21] Ibíd., p. 310.
[22] Ibíd., p. 312.

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