domingo, 19 de julio de 2009

El sacramento del matrimonio

Para adentrarnos en el tema del sacramento del matrimonio, es pertinente que primero tengamos bien en cuenta la dimensión antropológica de la sexualidad. Cada persona, como ser sexuado está llamada a crecer y a desarrollarse como persona. Para ello, la sexualidad es la fuerza de crecimiento personal, es la energía de una experiencia psíquico-afectiva. De ahí que una relación de pareja es auténtica siempre y cuando los cónyuges crecen juntos, y si es una relación sana y no posesiva. Luego, la sexualidad debe llevar a construir un "nosotros" y a encaminar a la pareja a su mutua realización, puesto que ella es la fuerza integradora de la persona humana y de su sano desarrollo nace la capacidad humana de amar. En ese sentido, el juicio sobre la calidad de una persona sólo puede hacerse en tanto se tenga en cuenta la integración de su sexualidad, pues ésta, si es sana debería ser la fuente de bienestar y de dinamismo del crecimiento personal e interpersonal.

Ahora bien, en las Sagradas Escrituras, cuando se habla del misterio de la creación podemos ver el valor del cuerpo como obra de Dios. Así, el relato bíblico nos habla que después que Dios modeló al hombre del lodo de la tierra, lo puso en el jardín, pero pronto se da cuenta de la soledad en que se halla y decide, como consecuencia, hacer una ayuda que le sea semejante, para "que pueda conversar, trabajar y colaborar"[1]. El relato bíblico dice que este ser creado por Dios para librar de la soledad al hombre fue formado de su propia costilla, lo que indica que entre el hombre y la mujer hay igualdad de naturaleza. Sin embargo, si profundizamos el contenido de este relato, se podría decir que el fin principal del escritor sagrado era "explicar la atracción poderosa y misteriosa que lleva espontáneamente al hombre hacia la mujer, atracción que no dejó de intrigar a inteligencias aún arcaicas. Así lo demuestra el grito de alegría que lanza el hombre cuando ve, al despertarse, la compañera que Dios le trae"[2].

Ese grito procede, sin duda, al reconocer en la mujer a un ser de su misma naturaleza, pero de sexo diferente: pues "creó Dios el hombre a imagen suya, hombre y mujer lo creó". De ahí que, lo que constituye el atractivo entre el hombre y la mujer, es la complementariedad de un mismo todo. Que los diferencia el sexo, pero que hay igualdad en dignidad. Que son dos personas diferentes, pero que están llamados a ser "una sola carne", a vivir en comunión; como se anuncia en Génesis 2, 24: "por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne". Tal vez éstas son las palabras donde se revela el ideal del matrimonio según las intenciones de Dios. Y los vínculos que los unen son más fuertes que aquellos por los que están unidos a sus padres, pues deben abandonar a éstos para unirse más íntimamente a su pareja "por la comunidad de pensamiento, de voluntad y amor"[3].

Desde ese punto de vista, podría decirse que la especie humana es llamada por Dios a la existencia como pareja sexuada. Que su unión completa al hombre y la mujer, y que realiza la perfección del ser humano mediante la complementariedad. Pero esta complementariedad, según el designio de Dios manifestado en el Génesis, de que al unirse son "una sola carne", nos hace comprender la desaprobación de la poligamia y el divorcio, y la afirmación de la monogamia y la indisolubilidad del matrimonio. Fue así como lo entendió Jesús al decir lo siguiente: "ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre" (Mt 19,6). En ese sentido, "la fusión de dos vidas en una nueva unidad, la intimidad de la sociedad del hombre y la mujer, puestos por Dios uno frente a otro, hechos el uno para el otro ocupan el primer plano e incluso todo el horizonte"[4]. Sin embargo, el fin de la procreación no es nombrada sino en segundo lugar, después que se ha confirmado que el primer fin es el rescate de la soledad, la complementariedad y el amor mutuo. Sólo después de eso Dios los bendecirá con la fecundidad: "sean fecundos y multiplíquense, llenen la tierra y sométanla" (Gén 1,28).

El hecho de que el matrimonio tenga su origen en Dios, según la fundamentación que anteriormente hemos visto adquiere el sentido sacral. Y, si bien es cierto, es una institución terrena, puesto que cobra existencia en el amor terreno de la pareja, tiene también un carácter sacramental por el hecho de que está fundado según el designio de Dios. De ahí que, en el juicio de la Familiaris consortio Nº 13, "los esposos quedan vinculados uno a otro de la manera más profundamente indisoluble. Su recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con su Iglesia". Pero aparte de eso, el amor conyugal de la pareja comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona. Entre éstos podemos incluir el reclamo del cuerpo y del instinto, la fuerza del sentimiento y de la afectividad, etc., como una vía a la unidad personal que, como afirma la Humanae vitae Nº 9, "más allá de la unión en una sola carne, conduce a no hacer más que un solo corazón y una sola alma; exige la indisolubilidad y fidelidad de la donación recíproca definitiva y se abre a la fecundidad".

La meta última de tal institución es el amor mutuo. Y así como sin el amor la familia no es una comunidad de personas, así también sin este aspecto fundamental, la familia no podría vivir, crecer y perfeccionarse como comunidad. Pero esta comunidad de personas tiene como modelo a la comunión de personas de la Santísima Trinidad y a Cristo esposo como modelo de entrega por su esposa la Iglesia. En ese sentido, según la Gaudium et spes Nº 48, "el genuino amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo". Además, este amor, que va de persona a persona desde su propia voluntad, por ser un amor fundado en Dios, abarca el bien de toda la persona y, por tanto, "es capaz de enriquecer con una dignidad especial las expresiones del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas como elementos y señales específicas de la amistad conyugal" (GS: 49).

En conclusión, el matrimonio es la institución social de carácter humano y divino, que lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado por sentimientos de ternura. El amor que de ellos emana del uno para el otro, se expresa y perfecciona singularmente con la acción propia del matrimonio. Por ello, los actos con los que los esposos se unen íntimamente mediante el vínculo matrimonial, "significan y favorecen el don recíproco, con que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud" (GS: 49). Este amor, ratificado por la mutua promesa de fidelidad en el momento del consentimiento, tiene carácter indisoluble en las alegrías y en las tristezas, en la prosperidad y en la adversidad, quedando excluido de ese modo, toda posibilidad de divorcio o adulterio. Pues ¡lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre!

[1] ADNÉS, Pierre. EL MATRIMONIO, Editorial Herder, Barcelona, 1969, p. 27.
[2] Ibíd.
[3] Ibíd., p. 28.
[4] Ibíd.

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